Gustavo Ott: En época de delito, teatro y literatura son de armas tomar

Gustavo Ott no tiene redes sociales. “Cuando un escritor se vuelve muy activo en ellas, parece que pierde lenguaje”, asegura el novelista, director, dramaturgo y periodista, quien a pesar de haber vivido por mucho tiempo en el exterior, ha sabido captar la esencia de la venezolanidad en palabras. Durante 2017, y en lo que va de 2018, su obra ha sido de las más escenificadas en Caracas. Su sincronismo con el contexto nacional y el sabor criollo son las características que impulsaron a varios directores a desarrollar puestas en escena de piezas suyas como La fotoComegatoSucede que soy horrible y Quiéreme mucho.

“No sé si vivo fuera de Venezuela o fuera de los Estados Unidos, porque mi país es como el primer amor, no dejo de visitarlo”, dice el autor residenciado en Washington cuando se le consulta sobre la facilidad para mantenerse al día. “He vivido largas temporadas en Italia, en Londres y París, pero siempre pensando en Caracas. Creo que toda mi obra tiene que ver con ese país inventado y al tiempo evidente en su tiempo”, agrega el autor que ha sido galardonado desde 1998 en fronteras españolas, francesas y norteamericanas. Siete premios municipales de teatro, el Premio Luis Britto García, el Rodolfo Santana de Dramaturgia y el Salvador Garmendia de Novela, entre otros, son los reconocimientos que ha recibido en Venezuela.

—¿Qué se ha transformado en el quehacer teatral venezolano desde que usted estaba residenciado en Caracas hasta el presente?

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—Hay actitudes que no cambian ni deben cambiar. La más importante para mí es esa habilidad que tiene el teatro venezolano para hacer una copia en negativo férrea, inteligente y emotiva de la realidad. Y lo hace muy bien: desde la dramaturgia, la puesta en escena y la escuela actoral. Sin embargo, en lo institucional, la situación es deplorable. Hoy y casi siempre. La historia de los programas para la creación en Venezuela es una narrativa sobre la exclusión con un argumento repetitivo: una elite que se impone al resto. Unos pocos con todo y los demás, extraviando su vocación, se incorporan sumisos a la tradición nacional del desperdicio. Hay mucho que decir sobre el desperdicio entre nosotros y tal vez debamos elevarlo a nivel de herramienta dentro del análisis crítico.

—¿Se percibe en la cultura nacional la misma división que existe en el ámbito político?

—No observo división entre nosotros. Aunque la mezquina discusión política a veces ha acabado con amistades y asociaciones artísticas relevantes, en general los artistas siguen trabajando con la solidaridad como método en las condiciones más adversas posibles. Condiciones insólitas, que luego se agregan a ese creador ciudadano sin seguro, ni pensión, que también busca medicinas, comida, que sucumbe a la inflación, mientras la esperanza es tratada como nota de rescate de secuestradores. Y pasa el tiempo y no somos mejores. A veces creo que esa persistencia del creador parece invulnerable porque, para nosotros, las ideas son como los objetos o las personas: cuando los ves o te los encuentras no puedes dejar de pensar en que tienen una historia. Y más que doctrina, lo único que deseas es utilizarlo todo para contar una historia, una que es colectiva porque es personal.

—¿Es relevante seguir escribiendo teatro y literatura frente a un contexto crítico?

—Uno escribe porque tiene que hacerlo. La alternativa a crear es la muerte. Por estos días la urgencia es mayor porque somos espectadores espantados frente a la caída generalizada de la libertad en todo el mundo. La democracia ha sido reducida frente a nosotros –y muchas veces, con nuestro apoyo– a una opinión más que a un sistema político, el único que hemos inventado pensando en los demás. Y con el cerco a la libertad aumenta el problema número uno del mundo: la desigualdad. Tal vez es el momento de pensar en la democracia con agonía, con fanatismo, como en la era de Pericles, es decir, la democracia como una filosofía, y defenderla como una religión. Que los que tienen más y mandan más sean derrocados muchas veces; que la rebelión esté a la vuelta de la esquina, que la elite en el poder no pueda mover un dedo sin preguntarle a la gente. En esta era de los criminales al poder, de la delincuencia instalada en los gobiernos, en la época del delito admirado, la literatura, y especialmente el teatro, son de armas tomar. No les quites la mirada porque te están apuntando.

—¿Cómo se ve culturalmente a Venezuela en el exterior?

—Sin el apoyo que sí tienen otros en el área, vivimos aislados y, al tiempo, sordos. Pero también hay que confesar que hay algo de nuestra responsabilidad como artistas. En nuestra obra se cuelan demasiadas manías didácticas, concesiones y repeticiones. Como si ante el fracaso endógeno en educación, en política, en las ideologías, en los medios, fuera la obra de arte la que tendría la responsabilidad de remediar todo. Por otro lado, se nos nota un desconocimiento, a veces sospechoso, de lo que hacen otros creadores. Creo que estamos a la espera de una gran obra venezolana universal sobre la contemporaneidad. Si no es en este momento, ¿para cuándo?


La musa siempre bienvenida

Gustavo Ott perdura como director del Teatro San Martín. En febrero de 2017 ganó el premio principal en el Primer Concurso de Dramaturgia Trasnocho con su pieza La foto, que se mantiene en cartelera en Caracas, y en el GALA Theatre de Washington. “Voy a las funciones, abro la puerta y ayudo a la venta del libro, que es una edición bilingüe”, indica. Una de sus más recientes piezas, Brutality, que resultó ganadora del Segundo Concurso Internacional de Dramaturgia Hispana 2016, será estrenada el 26 de abril por la Compañía Nacional de Costa Rica y, simultáneamente, en Chicago por el Aguijón Theatre. Por ahora está próximo a culminar una obra para el Festival de Limoges en Francia.

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