Las noticias recientes sobre la situación de las universidades autónomas son escandalosas. Sufren una estrechez que no habían padecido desde la segunda mitad del siglo pasado, hasta el punto de correr el riesgo de la extinción.

La impuntualidad del régimen en la entrega de los recursos para la cancelación de los sueldos de los profesores y de los empleados administrativos, para el pago de las becas estudiantiles y para la atención de servicios fundamentales, como bibliotecas y comedores, tiende un cerco que está a punto de conducir a la asfixia institucional.

Debe agregarse la carencia de fondos materiales para la atención de las edificaciones. La infraestructura ha sufrido gran menoscabo por la imposibilidad de mantenerla con dignidad, aun en el caso de lugares tan importantes y reconocidos como la Ciudad Universitaria de Caracas. Un abandono que no puede detenerse, debido a la estrechez de los presupuestos correspondientes, descubre escenas de ruina que no se corresponden con la alta misión para la cual fueron pensadas. El decoro que merecen las actividades de la educación superior desaparece ante la indiferencia del régimen.

Es un milagro que, en medio de tales situaciones de desidia, las casas de estudios no hayan cerrado sus puertas. Todavía se observa una vida dinámica y prometedora en su interior, pese a que el ambiente invita a la soledad y a la necesidad de salir corriendo antes de que llegue el apocalipsis; pese a la obligada y dolorosa migración de los profesores que salen a buscar destinos más dignos.

La actividad que todavía caracteriza a las instituciones de educación superior contrasta con la decisión oficial de condenarlas a la desaparición o a que sean solo un remedo de lo que fueron en los tiempos de la democracia representativa.

El milagro se debe, en primer lugar, a la constancia de los equipos rectorales, al elenco de decanos y a la asiduidad del cuerpo profesoral. Apoyados por los empleados administrativos, están en sus lugares de trabajo para que no se paralicen funciones fundamentales, para que la academia esté presente en la rutina de todos los días. Estamos ante una evidencia de responsabilidad que debe tenerse como prenda de excelencia ante los desafíos de la desgana promovida por el oficialismo.

Pero conviene también destacar la actitud responsable de los estudiantes que no solo asisten a las aulas y realizan centenares de actividades de extensión y diversión, sino que también se ocupan de colaborar en el mantenimiento de las casas que los acogen. Hacen colectas para comprar los bombillos necesarios para la iluminación de las aulas y de los pasillos, para procurar el papel higiénico que se necesita en los servicios sanitarios e incluso para proveer de papel a las oficinas de las direcciones de numerosas escuelas y dependencias. Además, forman patrullas de vigilancia ante el crecimiento de las actividades delictivas.

Por eso no cierran las universidades autónomas. Por eso la dictadura no las puede clausurar, como es su deseo. Los habitantes de las altas casas, las criaturas que se aferran a su cobijo, desde los que llevan a cabo funciones de autoridad hasta los jóvenes convertidos en conserjes y en vigilantes, las mantienen con vida.


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