El cadáver de Oscar Pérez, contra la voluntad del oficialismo y su máxima expresión Nicolás, sigue resucitando como los fantasmas en los castillos abandonados. Ludovico, por ejemplo, era un fantasma inventado por Miguel Otero Silva que habitaba en una villa de Arezzo (hermosísima ciudad italiana) y que, para terror y risas de los invitados, aparecía a altas horas de la noche, anunciando su llegada con un escalofriante arrastrar de cadenas. Hasta Gabriel García Márquez, el Gabo, supo de esos terrores y dejó para la memoria colectiva una nota precisa sobre las actuaciones nocturnas de Ludovico.

Lo cierto es que los fantasmas cruzan la literatura y las artes en general con un especial impacto en la cultura de los pueblos. Basta recordar Hamlet para entender cómo la presencia de los fantasmas termina atormentando no solo a los malvados vivos, sino también a la historia que ellos pretendían crear para enmascarar sus bribonerías, sus  ambiciones y sus asesinatos.

Salvando las distancias, que son muchas en todos los sentidos, el gobierno de Maduro pretendió lo imposible, valga decir, ocultar una masacre que estaba ocurriendo ante las cámaras de la televisión y de los vecinos de la zona de El Junquito donde, por desgracia, estaba ocurriendo una cita con la muerte, una cita definitiva porque la decisión de los altos mandos era ejecutar el último capítulo de un reto que los había dejado en ridículo frente el país y, especialmente, ante su propia gente.

Que una dictadura fuera vulnerable a las actuaciones de un valeroso agente de las propias fuerzas policiales del régimen era demasiado. Y que para asestar ese golpe devastador en la imagen pública hubiera utilizado un helicóptero de las propias fuerzas represivas rayaba en un insulto insólito. Luego, para más, se atrevió a reclamar a los organismos de seguridad que lo detuvieran si eran capaces.

Todo este escenario de rebeldía impulsó una reacción exagerada de los cuerpos represivos que en ningún caso puede justificarse porque entre las potestades de los organismos de seguridad no está, como es lógico, la venganza por órdenes de sus altos jefes.

Si actuaron así, irresponsablemente y con uso excesivo de la fuerza, pues no les queda otro camino que presentarse ante la justicia y demostrar de manera clara, fiel y detallada lo acontecido, empezando por señalar quiénes los empujaron a actuar de esa manera tan salvaje y, como es de entender para incluso los más lerdos, que conlleva a una salvaje masacre.

Esto último es fundamental porque, por más que se hagan requerimientos de cumplimientos de órdenes, ya esta excusa ha sido suficientemente respondida y es jurisprudencia aceptada, desde los juicios de Núremberg, que nadie puede esgrimir ni esgrimirá ante un tribunal para bienestar, tranquilidad y justicia de la humanidad.

Para quienes alentaron esta masacre desde las alturas del poder no pueden tener esperanzas de salir librados de este acto de crueldad. La historia y la justicia van de la mano, una por la sinceridad de los hechos y la tendencia dictatorial a encubrirlos, y la otra porque la justicia es la eterna necesidad de los pueblos.


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