Maduro ha repetido el libreto bolivariano, la cansona liturgia que nos ubica a los pies del Libertador, pero desde una escena ruinosa que coloca en sitio deplorable al objeto del culto y a los sacerdotes que lo promueven. Jamás se habían hecho ofrendas al Padre de la Patria desde el altar de la miseria nacional.

Volvió a los extremos de siempre en los actos de conmemoración de la muerte del héroe, sin nada de relevancia en las páginas del evangelio patriotero, pues postuló de nuevo la obligación que tenemos todos de postrarnos ante la estatua de bronce para no correr el riesgo de la exclusión. El que no reverencie a Bolívar no es venezolano, afirmó.

Es la continuación de una manipulación, el volver sobre la fábrica de una iglesia en cuyas naves solo caben los hijos predilectos de la patria y se maldice a las criaturas tenebrosas que prefieren otras basílicas y arrojan otros inciensos. Así se nos viene diciendo desde el siglo XIX, sin que nadie considere la existencia de una teocracia anómala con propósitos de manejo político que ha sido perjudicial para la fragua de un civismo amplio y generoso.

Así lo sabemos desde cuando lo advirtió un pensador serio como Briceño Iragorry, quien llamó la atención sobre cómo la consagración de un solo dios republicano impedía el desarrollo de las potencialidades de los ciudadanos y la ciudadanía misma, pero las letanías se han repetido año tras año sin provocar alarma.

Tal vez el hecho de que ahora la celebración se lleve a cabo en un teatro caracterizado por la miseria de los acólitos permita una observación de la distorsión que pueda cambiar el rumbo de las oraciones.

Los manipuladores del culto a Bolívar han encontrado realizaciones de las cuales ufanarse, capaces de presentarlos como continuadores de la obra del héroe: Guzmán, Gómez, Pérez Jiménez e incluso Chávez en horas de bonanza, pero el dictador de nuestros días solo puede exhibir un inventario de carestías, una hambruna que clama al cielo, el abandono de la salud pública y una asfixia de las libertades que pocas veces se ha sufrido a través del tiempo. Ese es el altar desde el cual pontifica. Ese es el púlpito desde el cual nos pide que continuemos de rodillas frente a las cenizas del Libertador.

En lo mismo andan los soldados de turno, quienes repiten las epístolas cuartelarias en las que se formaron sin advertir la responsabilidad que les corresponde en la tragedia nacional. Así lo demostraron en la parada de rigor y en la voz del ministro de la Defensa, sin detenerse en los sufrimientos de los venezolanos a quienes ellos también consagran como hijos de Bolívar y beneficiarios de una hazaña de regeneración que solo existe en la retórica cansona y árida de la “revolución bolivariana”.

Nada nuevo en las jaculatorias del culto a Bolívar, en principio, si no vemos el declive que ahora lo rodea, la burla que significa la adoración del héroe en el centro de la miseria de las mayorías.

Ojalá una escena tan deplorable, aunque solo fuera para que el santo no quede otra vez pésimamente parado, permitiera que soplen aires nuevos en la vulgata absurda que se repitió el pasado 17 de diciembre en el Panteón Nacional, mientras el pueblo sufre como pocas veces ha sufrido.


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