Cuando una persona se encierra en su casa durante una larga temporada y no se deja ver, los vecinos comienzan a murmurar. La ausencia de quien antes era callejero y dicharachero provoca comentarios, preguntas sensatas, inquisiciones cargadas de preocupación. Se siente un vacío en el barrio, una notoria falta en la urbanización, una ausencia que aumenta debido a la desaparición de quien fuera antes animador de la rutina y el más generoso anfitrión.

¿Dónde está el amigo de los días llenos de vida? ¿Cuál es ahora el destino de quien fuera repartidor de copas y licores, voz de las tertulias de la esquina? Los vecindarios que se congregan para buscar las razones de una despedida tan inesperada de quien fuera factor fundamental de la rutina cumplen un deber relacionado con las cosas que más importan, los asuntos de la vida cotidiana, los negocios de los cuales dependen temas caros para la gente común.

Más todavía cuando se sienten ruidos en la residencia del ausente. Si el domicilio del amigo extraviado se caracterizó antes por el sosiego, las bullas que sienten de pronto en las estancias del domicilio multiplican las hablillas y los temores. No está muerto, porque levanta la voz entre los suyos. Hay gente que grita en el apartamento, lo que era paz parece es ahora guerra doméstica. De pronto salen del interior unos íntimos mal encarados, unos tipos apurados y desmañados cuya conducta contrasta con la afabilidad que mostraban antes y que hacía las delicias del contorno. Ciertamente no está muerto, porque no deja de gritar entre los suyos, pero ya no forma parte de la comunidad que tanto lo quería, se puede pensar con fundamento. De allí el aumento de un clima de desasosiego y asombro.

Un día llegó la agencia de mudanzas, pero no se llevó nada. Los muebles no salieron de la casa. Ni un pelo se movió. Todo se mantuvo intacto. De pronto aparecieron unos obreros con unas latas de pintura, pero no  se ocuparon de retocar el frente, ni tampoco las piezas del interior. No se vio movimiento, con seguridad. Nada importante sucedió. Los pintores estuvieron allí de paso y de balde, porque al final se quedaron esperando en la acera sin ganas de trabajar, o debido a que el dueño no tenía plata para pagarles.

Todo esto aumentó la curiosidad de los ociosos de la cuadra, y aun de los que regresaban afanados de sus trabajos, para que se mantuviera una atmósfera de inquietud que trascendió hacia otros vecindarios que se habían enterado de la curiosa vicisitud y que se interesaban por saber cómo marchaba el asunto.

Un día se estacionó el carro de la funeraria en el frente de la casa del vecino. Los señores de uniforme negro entraron con premura y permanecieron un par de horas en lo que se asumió como una reunión de gran importancia, eso que llamamos cuestión de vida o muerte, pero salieron con las manos vacías. No volvieron con el féretro que se esperaba, pero sembraron la idea de que el vecino había muerto y había sido enterrado en el patio trasero de su hogar, para no molestar más de la cuenta.

A estas horas nadie sabe si hubo sepelio, ni otro episodio digno de atención, en suma, pero un tufo de cementerio se ha apoderado del lugar.


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