Perdonaron al “chino” (así llamaban despectivamente algunos peruanos a Alberto Fujimori) y se armó la de San Quintín. El controvertido indulto concedido por el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski “ha desatado una oleada de renuncias en su entorno y un amplio rechazo social”, especialmente entre quienes adversaron al ex mandatario de raíces japonesas que, por crímenes de lesa humanidad, había sido condenado a 25 años de prisión.

La gracia se otorga en momentos críticos para un presidente salpicado con el ventilador de Odebrecht, lo cual es motivo de suspicacias y elucubraciones en relación con los presuntos acuerdos con una fracción de los fujimoristas para evitar su destitución –si la política es el arte de lo posible, no es descartable tal especulación–; sin embargo, a los efectos de estas líneas e independientemente de quienes la aplauden o repudian, interesa la contundencia del argumento esgrimido por PPK para justificar la controversial medida, más allá de las razones humanitarias invocadas.

En costumbre que, en época navideña, los mandatarios democráticos de occidente hagan uso de sus prerrogativas constitucionales para amnistiar al adversario caído en desgracia. Pero lo que ha hecho Kuczynski, dejando claro que “la justicia no es venganza”, es tomar la que quizá había sido la decisión más difícil de su carrera, que para nada entra dentro de los perdones navideños.

Tampoco nada tiene que ver ante el humillante perdón con que se quiere socavar la dignidad de los venezolanos detenidos por oponerse a la deriva dictatorial y militarista de la revolución castro chavista. Debemos preguntarnos si Maduro y su comparsa son capaces de entender lo que está implícito en esas cinco palabras: “la justicia no es venganza”. 

Por supuesto que no, porque la justicia roja se fundamenta en el rencor y tiene como finalidad la revancha. Hace siglos, un poeta inmenso, Francisco de Quevedo, expresó: “Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar el vencedor”. Y más cercano en el tiempo y a la cubanofilia del régimen, viene a cuento una frase de José Martí: “Un perdón puede ser un error, pero una venganza es siempre una infelicidad”.

El afán de cobrar con rabiosos intereses lo que el jefecillo civil y los hermanitos Rodríguez consideran cuentas pendientes y sin saldar es un serio impedimento para que prospere el diálogo y hace inimaginable un gesto conciliatorio por parte de quienes llegaron al poder con la idea fija de pasar factura al oponente, aunque este no tenga arte ni parte en los desafueros perpetrados durante la mal llamada cuarta república, cual el homicidio de Jorge Rodríguez, padre, cuyos autores materiales fueron detenidos, encausados y sentenciados a la  pena máxima permitida por nuestras leyes.

No obstante, es una herida que jamás ha cicatrizado; una llaga sin curar que explicaría el comportamiento de quien preside el concilio del desquite acuartelado en el hemiciclo capitolino y da grima llamar con el nombre que le dan ella y los “patriotas” amaestrados en el alzamiento de manos para infringir el ordenamiento constitucional. La venganza, dicen, es un plato que se sirve frío; y, durante 18 años, el chavismo lo ha degustado en las rocas.


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