Después de una primera prisión, que fue breve y benévola, los estudiantes de 1928 pidieron la libertad de tres de sus compañeros acusados de participar en un intento de golpe de Estado. Le enviaron una carta al general Gómez, muy respetuosa, solicitando clemencia. También hablaron, en declaraciones aisladas, de la libertad que brillaba por su ausencia en Venezuela. Nada más. Hasta allí llegó su actividad, de momento.

Un día los llamó el rector de la UCV para decirles que el Benemérito les tenía respuesta. Los convocó a un amplio salón al que acudieron todos. Eran cerca de 200 bachilleres, que se presentaron desprevenidos ante la convocatoria de la autoridad. Confiaban en una contestación positiva, debido a que habían actuado dentro de los canales normales sin gritos ni protestas que perturbaran la paz de la ciudad.

Pero la voz de la autoridad los dejó aturdidos. En lugar de atender sus peticiones de clemencia, Gómez les solicitó que se arrepintieran del contenido de la carta y que firmaran, uno por uno, la notificación de su arrepentimiento. Así lo afirmó el obediente rector. Los estudiantes pidieron un plazo de deliberación, que se llevó a cabo de inmediato mientras el portavoz de la dictadura abandonaba el salón.

Después de discutir la solicitud, los muchachos se negaron a atender el pedido. ¿Acaso habían cometido un delito? ¿No se habían ajustado a los canales de la legalidad? Por consiguiente, se mantuvieron en su actitud y así lo comunicaron de inmediato a la cabeza de la institución. No firmaremos un documento de esa naturaleza, señalaron. La respuesta del rector fue inmediata y enfática: “De orden del general Gómez, todos están presos”. 

La sociedad observó entonces un espectáculo desolador. El rector encabezó el paso de los cautivos por la escalera de la universidad y después los entregó a la policía. Los gendarmes los condujeron en fila por las calles, ante la estupefacción de los transeúntes. Jamás había contemplado la ciudad una escena tan espeluznante. Unos muchachos que no pasaban los 20 años de edad eran conducidos a las ergástulas ante la vista de todos, como si se tratara de una recua de animales. La gente se aglomeró en las esquinas movidos por la sorpresa, pero también por la indignación.

A los caraqueños les parecía imposible que los muchachos a quienes veían a diario en su paso hacia las aulas, o conversando en los cafetines del centro, formaran ahora el grotesco espectáculo, pero no había duda, marchaban silenciosos y altivos hacia un atroz destino.

Gómez no hizo nada para ocultar el episodio. Al contrario, lo planeó meticulosamente. Quiso que lo contemplaran para que se reafirmara su tiranía sin necesidad de disimulo, para que nadie dudara de la mano férrea que tenía la sartén por el mango. La lección que daba a los estudiantes era un mensaje para todos los venezolanos.

De allí el desfile de los bachilleres de 1928, de unos niños  convertidos en reos de la “justicia”, pero también en ejemplo de coraje cívico. Quienes después recordaron los detalles del suceso, consideraron que algo así jamás se repetiría en Venezuela después de la desaparición del tirano.


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