La república se rige por leyes de naturaleza panorámica y por códigos ocupados de asuntos específicos en los cuales se garantiza, sin excepción, la igualdad de los ciudadanos. Las diferencias relacionadas con la procedencia social o con la orientación política, las distancias que se puedan imaginar por las profesiones que se ejercen por el prestigio que cada quien adquiera al ejercerlas, están borradas de las regulaciones.

No existe posibilidad de establecer diferencias y distancias entre los miembros de la ciudadanía, aparte de las excepciones y de las distinciones previstas en un aparato legal que encuentra origen en 1811 y al cual se impusieron reformas cuando los reclamos del tiempo las impusieran, siempre sin conceder precedencias o disminuciones de derechos entre los componentes de la sociedad.

Hoy es evidente cómo viola y traiciona la dictadura esos principios cuando impone el llamado carnet de la patria como requisito para la obtención de bienes y servicios a los cuales deben tener acceso las personas por el hecho de formar parte de la comunidad.

Solo los documentos de identidad, o pruebas especiales que se soliciten para trámites en organismos públicos que requieren cierto tipo de especialización, un grado necesario de comprobación de derechos y garantías normadas por las regulaciones, pueden guiar los pasos de las personas en el logro de las obligaciones que con ellas tienen los poderes públicos.

El carnet de la patria ha sido siempre una credencial de identificación con el partido de gobierno, una búsqueda de agrupación de la militancia del PSUV, que se fue deslizando progresivamente al control de la población, en especial de la más necesitada y humilde.

Si ya desde su insólita procedencia significa un atentado contra la igualdad republicana, que ahora se extienda como una obligación general para el acceso a bienes y servicios que, bajo ningún  respecto, deben depender de la alternativa de establecer clasificaciones odiosas e ilegales de los venezolanos, es una demasía escandalosa, un atropello reñido con la decencia.

Jamás se había establecido en Venezuela un sistema de controles como la imposición del carnet de la patria a quienes no lo quieren, a quienes se sienten insultados por el solo hecho de llevarlo en la cartera, es decir, la inmensa mayoría de la población. La dictadura  quiere que sus corrales crezcan. Necesita marcar su ganado, para que deje de ser realengo, como si administrara una hacienda cuyos bienes y semovientes requieren un inventario impuesto por la búsqueda de mayor hegemonía, pero también por la necesidad de evitar que el rebaño busque los horizontes a los cuales invita la situación de miseria y autoritarismo que han impuesto los inventores de la insólita modalidad de taxonomía de los gobernados.

Tal es la explicación de la inadmisible coerción, desde luego, pero también ella se encuentra en la pasividad de quienes aceptan mansamente la nueva casilla en la que deben vivir a la fuerza, la nueva ficha que les imponen para sentir que todavía pueden subsistir como si fueran habitantes normales de la sociedad, como si no les pusieran una alcabala reñida con los principios elementales de la democracia.


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