¿Tendrá regreso este viaje a los infiernos y la locura de nuestras tinieblas? ¿Podremos enderezar el desviado camino de nuestra historia? ¿Nos liberaremos de la seducción y la esclavitud cubanas? La paciencia de la historia también se acaba. Las oportunidades no son inagotables. Como bien dice el refrán, Dios castiga, sin piedra ni palo.

Al arribo del genovés Cristóbal Colón a las costas caribeñas florecían en Centro y Suramérica dos deslumbrantes centros políticos y culturales, altamente desarrollados, tanto o más dignos de asombro que la civilización egipcia o la mesopotámica y en algunos aspectos específicos, como la astronomía, incluso más evolucionadas que la europea en tiempos simultáneos: de un océano al otro, la azteca, en México, y la incaica en la región andina y a lo largo de la costa del Pacífico. Ambas ya en fase imperial y dominando sobre cientos de miles de kilómetros cuadrados y millones de habitantes. El asombro de los invasores ante lo que parecían imágenes de cuentos de hadas –las colosales y esplendorosas pirámides del centro de Tenochtitlán y el populoso, riquísimo y bullente mercado de Tlatelolco– llenó páginas de crónicas inolvidables. Leo y releo La verdadera historia de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, en la que se narra al fresco y en detalles la prodigiosa hazaña de Hernán Cortés, apoderándose con algunas centenas de aventureros dotados de una valentía, una sabiduría, una astucia política y un coraje solo comparables con las de Aquiles, de Héctor, de Príamo, de Patroclo, ante un imperio habitado por millones de valerosos indígenas provenientes de distintas raíces étnicas y culturales.

Para mí, la de Bernal Díaz del Castillo resulta una lectura muchísimo más interesante y valiosa para reafirmar nuestra identidad mestiza que la de Homero o Tucídides, la de Julio César o la de Jenofonte. En estricta comparación con la conquista de México, la Guerra de Troya, narrada por Homero en La Ilíada y La Odisea, fue una maravillosa imaginería literaria. La de Cortés, una aventura real e imperecedera. De la que sus contemporáneos europeos no alcanzaron a hacerse la menor idea. Incomprendida por Carlos V y menospreciada por sus áulicos, que ni siquiera imaginaron la portentosa aventura de uno de los súbditos de sus dominios.

Al mismo tiempo que tenía lugar ese soberbio encuentro y choque entre ambos universos culturales, eran las inmensas llanuras norteamericanas vastos, inexplorados e incivilizados espacios habitados por tribus nómadas y salvajes, sin asentamientos, cazadoras y recolectoras. De hecho y en comparación con el Tahuantinsuyo y Tenochtitlán, Cuzco y Teotihuacán, los extensos territorios situados al norte del Río Grande no eran más que gigantescas llanuras y portentosas cadenas montañosas deshabitadas. Pura naturaleza. No hubo culturas ni poblamientos dignos de mención en los anchos territorios de la América septentrional. Norteamérica era un territorio virgen a la espera de la colonización.

¿Fue esa orfandad originaria la causa que facilitó el colosal despliegue civilizatorio que los conquistadores anglosajones pudieron desarrollar en un continente virgen sin verse entrampados en sangrientos enfrentamientos armados, etnocidios sin nombre, odios y rencores ancestrales, supersticiones y prejuicios religiosos indoblegables que harían de América Latina un amasijo de contradicciones religiosas, étnicas, raciales, políticas, víctima de obstáculos insalvables? ¿Serían esos reinos quebrantados y devastados por la crueldad y la ambición avasalladora de la conquista la base propicia para el desarrollo de una nueva realidad sociohistórica, abierta a los cambios propiciados por el nacimiento y desarrollo de la industrialización y el comercio mundial, acicates para el gigantesco desarrollo, despliegue y crecimiento de Estados Unidos hasta convertirlos en la principal potencia económica del planeta? ¿Fue el maridaje entre el Viejo y el Nuevo Mundo, la España pugnaz y la América rebelde, un terreno propicio al desarrollo de una nueva, rica y productiva civilización, como lo sería Estados Unidos? Un gran estudioso de nuestra realidad cultural, Jacques Lafaye, dijo que en América Latina había imperado el prejuicio y la religiosidad por sobre la razón y la concordia. No se equivocaba.

Que a más de quinientos años de distancia Estados Unidos sea un colosal emporio industrial y comercial, una pujante sociedad a la cabeza de la economía mundial, un organismo vivo, disciplinado, capacitado para conquistar la Tierra y sus alrededores planetarios, mientras América Latina continúe aprisionada en sus viejos traumas y la suya, como lo dijera Carlos Rangel a mediados de los setenta, siga siendo “la historia de un fracaso”, debiera movernos a reflexión y autocrítica. Porque tampoco es que no hubo momentos de desarrollo, progreso y prosperidad en nuestra región. Hubo momentos en que la Argentina superaba en desarrollo a Estados Unidos y Canadá, hasta que el zarpazo del populismo, la revolución, el caudillismo y la anarquía la hundieran en los albañales de siempre. Venezuela, que también a mediados de los setenta estuviera muy por encima de algunos de los países del sureste asiático, hoy potentes focos de desarrollo industrial, como Corea del Sur y Singapur, es hoy el epítome del primitivismo y el subdesarrollo, la barbarie y el retraso. Una parodia de Haití, que se permitió la desfachatez de tirar a la basura o anclar en las copiosas cuentas bancarias de la élite militar y civil más corrupta de la historia del hemisferio, varios millones de millones de dólares. Un saqueo solo comparable al de la España invasora en los primeros siglos de la Conquista. Pero realizado en un puñado de años para enriquecer hasta el hartazgo a su barbarie militarista.

El odio raigal de Fidel Castro a Estados Unidos y el antimperialismo visceral de las élites sudamericanas explican en gran medida el creciente abismo que nos separa de la actualidad del Primer Mundo. La capacidad de desarrollo y crecimiento visibles en las ciudades norteamericanas son sencillamente asombrosos. Solo la estupidez, la ignorancia y el prejuicio pueden explicarnos que las izquierdas de la región admiren la tiranía cubana, hundida en los albañales de su tercermundismo, alabando la miseria allí imperante, y desprecien, simultáneamente, la prosperidad y el progreso de Estados Unidos. El caso más emblemático de ese extravío nos lo entrega la sociedad venezolana, que aun perfectamente consciente del valor exponencial del modelo social y económico estadounidense, y ella misma en muchos aspectos de su cotidianidad más próxima que ninguna otra sociedad latinoamericana a los usos y costumbres norteamericanos, haya caído en el abismo de la extrema miseria y la crisis, la pobreza y el desvalimiento, seducida por el lenguaje perverso y alienante del castro-comunismo más estúpido y más ramplón.

El resultado no es solo lamentable: es patético. Los seductores han usado el lenguaje antimperialista para saquear nuestras riquezas y enriquecerse ellos mismos hasta el delirio, sin otro propósito que avecindarse en Estados Unidos, adquirir los más recientes y sofisticados bienes de consumo y desaparecer hasta confundirse entre los pliegues de la riqueza capitalista imperial. ¿Tendrá regreso este viaje a los infiernos y la locura de nuestras tinieblas? ¿Podremos enderezar el desviado camino de nuestra historia? ¿Nos liberaremos de la seducción y la esclavitud cubanas? La paciencia de la historia también se acaba. Las oportunidades no son inagotables. Como bien dice el refrán, Dios castiga, sin piedra ni palo. Este castigo, ¿llegará algún día a su fin dejándonos algunas enseñanzas proverbiales?

Temo por el desperdicio y el agotamiento de las oportunidades. Temo por el extravío y la traición. Temo por aquellos que nos degüellan ofreciéndosenos como presidentes del delirio. Que Dios nos agarre confesados.


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