En 1992, oficiales de rango medio irrumpieron en el curso de la democracia venezolana haciendo uso indebido de armas de la patria para asesinar inocentes soldados y engañar a otros sin declarar el justificativo de su operación.

La valentía y determinación de los oficiales leales al juramento de ser defensores de la Constitución se impuso sobre la desorganización y atrevimiento de un grupo que pretendió tomar el poder sin planes propios y con la intencionalidad de entregárselo a fuerzas extranjeras e ideologías extremas.

Ese lamentable evento, hoy erróneamente celebrado, dio origen a una visión militarista del ejercicio del gobierno. Por alguna oscura razón ese hecho criminal y delictivo fue condonado por un gobierno que no supo interpretar la gravedad de las indulgencias, ni prever las consecuencias de sus perdones.

Apareció la bota militar en Miraflores. Hoy, a pesar de sustituir el uniforme por chaquetas y franelas rojas, o arroparse en la tricolor, apreciamos como casi tres cuartas partes de la dirección del Estado; gobierno central, local y administración de empresas incumbe a militares.

Mucho tiempo ha pasado desde que bajo el soberbio Samán de Güere se pronunciara un juramento que hoy está más enterrado que el cuerpo de su inventor; un juramento que, dado el supuesto, enderezaría el rumbo gubernamental para erradicar la corrupción y retomar la soberanía en nuestras industrias básicas. Nada más remoto de lo que han hecho con el mando y conducción total del país.

Muchas promesas hicieron, tantas que ilusionaron a una porción de votantes y de acuerdo con las leyes vigentes para el momento se les entregó la conducción del gobierno. Haciendo uso de esas ilusiones y del desconocimiento de los personajes que aparecían por primera vez en la palestra pública, propusieron tantos y variados cambios a las reglas que incluyeron la Constitución. Sin duda, muchas promesas y rienda suelta para cumplirlas.

Pasaron cuatro lustros, ensordecidos por la gritería de frases vacías y suntuosidad de insultos con más promesas aún, ya Venezuela era chiquita para desarrollar el proyecto, había que cabalgar por toda América y adoptar cual huerfanitos a los pobrecitos pueblos del Caribe, particularmente a los sacrificados cubanos, víctimas del oscuro imperio.

Los niños de la patria habitarían La Casona, solo que nunca supimos a qué niños se referían, pues a los de la patria nunca más que ahora les faltó techo.

Nuestra democracia no era el mejor sistema de gobierno, pero comprobamos que tampoco el peor. Ahora lo sabemos, pero ¿cómo recuperarla? Siempre ofreció suficiente futuro como para no emigrar y atraer a quienes aquí vivirían más cerca de sus sueños y en libertad.

La sola mención de nuestro país genera exclamaciones y frases que lejos de convocar admiración por algún logro, distinguen a nuestra situación económica, social, política y humanitaria como una vergüenza imperdonable.

¿Será que no se acuerdan de aquello a lo que se comprometieron bajo el árbol?, ¿será que en la Casa de los Sueños Azules se trastornaron los colores de los sueños y pasaron a ser verdes?


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