Las normas y principios que regulan las relaciones internacionales se elaboran y surgen en respuesta a la realidad social a las que se aplica, es decir, a los cambios que se producen en la sociedad internacional. Un proceso normativo distinto, evidentemente, al que ocurre en los sistemas internos, sin duda más estructurados y ordenados que la sociedad internacional y su régimen jurídico.

Aunque son muchos los temas que muestran esta realidad, recuerdo ahora por tener alguna relación con la realidad venezolana el proceso de elaboración de una norma que prohíbe el recurso a la fuerza para resolver las controversias internacionales, permitido en forma absoluta a finales del siglo XIX. En efecto, tras el bloqueo en 1903 que algunas potencias europeas (Inglaterra, Alemania e Italia) impusieron a Venezuela por el no pago de sus deudas entonces, lo que causó enorme preocupación en la región, se insistió en la necesidad de elaborar una norma que prohibiese el recurso a la fuerza y a la amenaza, lo que condujo a la adopción de la Convención Drago-Porter, resultado de la doctrina expuesta años antes por el ministro Porter, que significó, sin duda, un avance importante aunque solo logró limitar el recurso sin proscribirlo, lo que ocurriría años más tarde con la firma del tratado Briand-Kellog, en 1928.

La obligación de no recurrir a la fuerza contiene una norma imperativa de derecho internacional, o del jus cogens, que será recogida en la Carta de las Naciones Unidas, en 1945 (art. 2-4), en la que se incluyen sus excepciones, en particular, la legítima defensa y la acción del Consejo de Seguridad (art.41) cuando haya ruptura de la paz o se produzcan actos de agresión conforme a lo establecido en la misma Carta.

En esa época Venezuela estuvo en el centro del debate, como lo está hoy cuando enfrenta una realidad sin precedentes en la historia de las relaciones internacionales. La toma del poder y la usurpación del gobierno y de sus funciones, como poder del Estado, por un grupo delictivo organizado que no solo ha destruido el Estado, sus instituciones y sus riquezas, en beneficio propio, sino que ha violado en forma generalizada y sistemática los derechos humanos de sus ciudadanos, cometido crímenes internacionales de mayor envergadura y otros delitos igualmente graves en contra del ambiente que interesan a la comunidad internacional. Se le vincula, incluso, con actividades delictivas transnacionales como la corrupción y el lavado y mas allá, el terrorismo y el narcotráfico.

Estamos ante un grupo que ha usurpado las funciones de Estado, que ha llegado al poder y se mantiene violando todas las reglas, que se ampara en el poder militar y paramilitar para perpetuarse en él, que dispone a su manera y sin ningún control de los recursos del Estado, de la billonaria renta petrolera en especial, y de las riquezas minerales que explotan sin importarles el ambiente y las poblaciones que comparten el hábitat.

No estamos ante un conflicto internacional, una guerra civil o una dictadura simple en relación con lo cual se han elaborado normas y principios que regulan la acción internacional. Estamos ante una catástrofe humanitaria, una crisis integral que choca con todo, con la consciencia de la humanidad, lo que debe permitir una acción internacional, lo que no debe traducirse necesariamente en una acción militar, la única forma de acción que se le ha pretendido dar. Una acción que lamentablemente no ha ocurrido por cuanto aún persisten deferencias interesadas en cuanto a la interpretación de principios fundamentales, como el de soberanía y el de no injerencias en los asuntos internos de los otros Estados.

Pero más grave aún es que estamos ante una situación hasta ahora inédita, en relación con lo cual no hay reglas aplicables que permitan restablecer el orden. Le corresponde a la comunidad internacional examinar con mucho detenimiento este tema, delicado política y jurídicamente, para permitir la revisión y el desarrollo de las normas y principios de derecho internacional, de manera que se autorice una acción de la comunidad internacional, no necesariamente relacionada con el uso excepcional de la fuerza, para evitar que el Estado pierda su esencia, que los gobiernos constituidos, simplemente usurpadores, no sean tales y que grupos de criminales decidan tomar un espacio, sus riquezas y su gente, en beneficio personal, cuando el país se hunde en la miseria y surge un éxodo nunca antes imaginado hacia países vecinos, especialmente limítrofes, con las consecuencias que ello tiene para esos países que, lamentablemente, comienzan a traducirse en una amenaza seria a su estabilidad.

Es el momento de pensar en la realidad de nuestra situación, en definirla sin tapujos y en encontrar el camino normativo internacional para detener la barbarie e impedir que en el futuro se cometan de nuevo crímenes de esta naturaleza que destruyen la integridad y la existencia misma del Estado, actor principal en las relaciones internacionales y que pueden afectar la estructura misma de la sociedad internacional.


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