Asunto enredado, confuso, complicado y peliagudo, pero en el fondo sencillo. Si ganas más de lo que gastas, estás chévere. Si desembolsas lo que percibes, subsistes en equilibrio. Si derrochas más de lo que ingresas, estás mal. Y si no puedes comprometer lo que necesitas porque ni de lejos lo cobras, y encima lo que recaudas lo usas incorrectamente, estás en gravísimos problemas, la alarma de peligro se enciende y empieza a sonar desesperadamente.

Fíjense en esta Venezuela que tanto habla de socialismo y revolución, comprenderán mejor, entre otras cosas porque el asunto nos afecta a todos. Antes de la revolución que Hugo Chávez llamó socialista pero solo llegó a ser desastrosa, un sueldo mínimo alcanzaba para una vida modesta, pero se lograba. Hoy no permite ni siquiera comer más o menos, el costo de los sistemas de medición –como la Canasta Alimentaria y la Canasta Básica familiar– son de ni siquiera mencionarlo, salvo para las escasas familias que tienen ingresos cercanos a los 2 millones de bolívares mensuales, por ahora.

Que, lamentablemente, son las excepciones, una muestra del colosal fracaso de esta revolución mal llamada socialista que se copió de uno de los mayores fracasos socioeconómicos de los últimos 200 años: la Cuba que sigue arruinando el castrismo hoy en día, uno de los pocos países que sigue en permanente estado de sumisión tiránica, policial y pasando hambre en el mundo. Algunos se atreven a decir que Haití está mejor.

Sin entrar en la vieja discusión de si el Estado debe o no tener empresas y desarrollar programas económicos, porque esto también lo hacen países como Noruega, Suecia, Arabia Saudita, China, Rusia, Bolivia por solo mencionar algunos sin comentar su tipo de gobierno, que incluye democracias altamente respetuosas de los derechos ciudadanos, dictaduras y hasta reinados.

Lo importante no es que el Estado se reserve actividades económicas, sino cuál es su filosofía para con la iniciativa privada, cuál su actitud respecto a la economía como actividad consustancial con la población. Los partidos democráticos que gobernaron entre 1959 y 1999 fueron los primeros en mantener bajo control la economía, y ya entonces las empresas estatales, con alguna que otra excepción, como la industria petrolera, iban mal, estaban infladas y producían pérdidas. Con la llegada de aquel Hugo Chávez que hizo campaña electoral con promesas que después incumplió, la cosa empeoró.

Chávez cautivó a millones de electores hartos de las pifias y ruptura de relaciones de aquellos partidos que se habían encerrado en ellos mismos, tras haber cambiado el fervor popular por encapsulamiento cupular –costumbre, dicho sea de paso, que no han abandonado del todo y que hoy los ciudadanos vuelven a cobrarle con su desprecio–. Chávez sembró esperanzas de cambio, pero jamás habló de socialismo y muchísimo menos de comunismo. Habló de justicia social, nunca de represión. Y defendió reiteradamente a la empresa privada como motor de prosperidad.

En enero de 1999 las cosas cambiaron, y desde Miraflores a través de la televisión aquel mismo Hugo Chávez rescató sus vestiduras militares y comenzó a ejercer un socialismo peculiar, al estilo castrista. Poco a poco, sin duda, desplegando y aprovechando su carisma, fue aplicando a su manera las lecciones castro-cubanas, estatizando y expropiando a mansalva en lo que parecía sin orden ni concierto, pero en realidad pasos de un plan desordenado aunque establecido, definido. Hizo ajustes, ralentizó, aceleró en unas y otras oportunidades.

Chávez se murió y su heredero designado siguió la misma política de privilegiar el control económico gubernamental haciendo caso omiso –es decir, no corrigiendo sino empeorando– los programas económicos estatales rotundamente fracasados. El gobierno castro-madurista trata de borrar cada fiasco ruinoso montando nuevos programas, pero todos siempre con la misma falla, el Estado –que en Venezuela se lee “gobierno”– por encima de todo, el sector privado sobrevive con las sobras, migajas y sin una filosofía confiable.

El resultado lo vemos, lo sufrimos cada día, y cada vez peor. Una moneda hecha trizas, sin valor, salarios mínimos que crecen cada tres meses sin entender que cada aumento dispara una cadena de crecidas de abajo hacia arriba y en consecuencia el costo de producir lleva a incrementos porcentualmente mayores de los precios, porque uno de los mayores desastres de ese socialismo ignorante, ciego y malinterpretado es que la economía nacional, pública y privada, es incapaz de abastecer a la población, ni siquiera en lo básico.

Más allá de los cuatro meses de rebeliones ciudadanas, de represión, presos, heridos y muertos; los cambios de ministros que más que moverlos es reciclarlos de un puesto a otro, con lo cual la forma de pensar e interpretar sigue siendo equivocada; la creciente crisis de la política internacional de un régimen, sus iniciativas rechazadas y desconocidas por los gobiernos del mundo; esta realidad negativa en crecimiento es lo que está derrumbando y desmoronando al castrismo en Venezuela.

Un gobierno tan ciego e incompetente que ni siquiera percibe ejemplos de países aliados como el de Bolivia, que políticamente impone el socialismo al estilo Evo Morales, pero deja la economía en libertad de moverse y prosperar por sí misma; o como el ya ex presidente de Ecuador Rafael Correa, que consolidó su gobierno como le dio la gana, agredió a los medios y a la libertad de información y expresión, pero igualmente dejó puertas bastante abiertas a la economía privada. Hasta Nicaragua puede ser ejemplo.

La infame y nefasta política castro-madurista de control férreo, obsoleta y menguada, no piensa siquiera en dar oportunidades a la economía, y eso lo perjudica día tras día. Lo malo es que el país es su víctima y paga las consecuencias.


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