Dramatizar sobre el dolor, carencias y necesidades imperiosas de quienes mayormente padecen las secuelas del desastre que nos envuelve no es precisamente el propósito de estas breves anotaciones. Ya sabemos dónde nos encontramos en esta suerte de extravío histórico sin precedentes, producto de una maquinación disolvente de las instituciones fundamentales del sector público, un estado de cosas que parece anular toda posibilidad de sosiego social, en tanto y en cuanto no se vislumbran ni menos aún pueden implementarse soluciones inmediatas. Conscientes de que “en el camino de la democracia”, “la democracia es el camino”, los venezolanos de buena voluntad hemos acogido fórmulas y alternativas políticas que hasta la fecha no han sido enteramente exitosas; entre ellas cabe destacar la última elección de diputados a la Asamblea Nacional, ciertamente un triunfo para los abanderados de oposición, pero cuyos efectos prácticos fueron abrogados por contestadas actuaciones de otras instancias del poder público. Y así se ha ido perdiendo la fe y la esperanza, tal y como nos muestra el éxodo creciente de coterráneos que huyen del caos que les oprime.

El nuestro parece ser un drama de extensa vigencia, una fatalidad colectiva en la que inciden alternativamente y por distintas vías lo individual y lo social, la irracionalidad y la lucidez, el puro instinto y la meditada afirmación de cultura, el pasmo y la acción concluyente. Aquel país de utopía que motivó tantos emprendimientos históricos –la muy arrojada Venezuela heroica de don Eduardo Blanco– parece haber llegado finalmente al fondo del dolor humano; y, como suele ocurrir en situaciones melodramáticas, todavía queda espacio para el humor que atempera las angustias y que en alguna medida contribuye a retomar la serenidad. A falta de motivaciones alentadoras, las redes sociales de nuestros días suelen dar curso a revelaciones jocosas, sin que ello favorezca la comprensión del fenómeno y del monstruo que nos humilla. Asombra la capacidad de aguante del venezolano de nuestro tiempo; algo con lo que sin embargo no se puede –o no se debe– seguir jugando.

Siempre será mas fácil señalar culpables de todo aquello que nos acontece; de allí no hay más que un paso a la cumplida falta de interés o a la autoabsorción que de suyo impide ver la realidad de las cosas y asumir la cuotaparte de responsabilidad, además de la consecuente actitud de quien espera un posible salvamento de la situación, a cargo de terceros. No siempre somos dados a la autocrítica ni capaces de buscar soluciones en nosotros mismos. El venezolano común de nuestro drama histórico apunta al gobierno en funciones, a los políticos y a sus visibles cómplices, a los partidos del statu quo, como universales causantes de nuestros males de actualidad. Casi nadie parece ver en sí mismo una indiscutible causa del problema –considerable o exigua, según los casos–, tampoco una posibilidad de cambio, una oportunidad de recomponer al país, de encauzarlo hacia nuevos derroteros que reivindiquen su potencial humano, natural y material. Por eso hablábamos de lo individual y de lo social; si no evolucionamos individualmente, no vamos a depurar el tejido social, tampoco vamos a superar el grave trance que nos asfixia.

Pero ¿a qué le apunta este razonamiento? Asistimos al inefable juego de intereses políticos y económicos, aquel que compromete a muchos actores en todos los ámbitos, esto es, en los partidos, en numerosas empresas y asociaciones, incluso en otras instancias de la actividad social y cultural. Como en todo, habrá honrosas excepciones, pero la media sigue ensimismada en su medio confortable, muchos en la trinchera de sus prebendas y privilegios, trivialmente validos de ese oportunismo artero que tanto daño depara a la moral colectiva. ¿A quién creen que engañan? Han devenido en sustento de tanta anarquía, en compartida causa de tantos males, en beneficiarios del despojo de que ha sido objeto el tesoro público nacional. Y son tan insensibles como el mismo régimen frente a ese dolor, carencias y necesidades que sufren los menos favorecidos. Si de algo podemos estar seguros es que tal insensibilidad tarde o temprano les pasará factura.

¿Será que en algún momento llegaremos a conceptualizar y entender realmente lo que estamos viviendo en Venezuela? ¿Será que de esa comprensión derivará un definitivo y esperanzador cambio de actitud individual y consecuentemente del comportamiento colectivo? Es hora de actuar con conciencia, con honrada lucidez y con cultura, si es que en verdad queremos cerrar este capítulo amargo de nuestra historia contemporánea.


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