Blade Runner 2049 prescinde del voice over y se narra con una total parquedad robótica. Así corrige la versión original, forzada a incluir una redundante locución explicativa de Harrison Ford. El metraje de la primera fue sometido a la cirugía de los productores para llegar a 117 minutos.

La segunda aprovecha la autonomía ganada por sus autores, con el fin de alcanzar las casi tres horas. Los impacientes aborrecen la duración. Los nostálgicos del Hollywood dorado de los setenta y ochenta agradecemos la longitud del viaje.

Consumirla en 4DX fue la opción válida de muchos espectadores en 2017. Pero el director de fotografía recomienda disfrutarla en pantalla grande de dos dimensiones. Es la única manera de apreciar al máximo el trabajo del enorme Roger Deakins, cebado, desatado, dueño de la mitad de la puesta en escena.

Con lentes de gran angular, la imagen amplía la sugestiva profundidad de campo, donde reencontramos al señor de las tinieblas Gordon Willis, responsable de la paleta tenebrista de El Padrino.

El filme rompe, desde el reforzamiento de los colores expresionistas, con el patrón académico del romanticismo clásico. El azul, el amarillo cobrizo, el blanco pálido y el gris crudo componen los planos de una inmersión en el caos del infierno distópico.

La evolución de las texturas, durante la odisea, sumerge al subconsciente en una revisión semiótica del registro de Vittorio Storaro para Apocalipsis ahora.

Las luces de neón ilustran la teoría de la persistencia del simulacro y del ocaso de la civilización del espectáculo en una discoteca llena de hologramas de la cultura pop. Ahí Harrison Ford pelea con Ryan Gosling, mirándose en el retrovisor de las golpizas de las cantinas de vaqueros y de la batalla sangrienta de Solo Dios perdona.

La visceralidad de los rituales de sangre, algunos con cuchillo en mano, remite al policial asiático de Takeshi Kitano y Bong Joon Ho.

La estética de la violencia estilizada juega con el doble filo de reciclar a la poderosa escuela animé, conservando la naturaleza muerta de sus espacios.

Los críticos reclaman la participación de actores japoneses y fustigan el filtro del tradicional white washing.

Jared Letto luce ajustadamente contenido. Aparece cuando corresponde. Le colocaron unos incómodos implantes oculares de Ghost in The Shell. El realizador le exige mantenerse en un frío y distante registro solemne, cuya prolongación en el resto del reparto hace extrañar la programación de otros rasgos de personalidad. Harrison Ford aporta la necesaria cuota de calor humano, recuperado de un simbólico ostracismo. Edward James Olmos comparte un cameo entrañable.

El subtexto es claro: sin la resistencia de la memoria, de los afectos y humores del pasado, pues la industria queda opacada por la dictadura de la infertilidad tecnológica, bajo el yugo de copias degradadas de la felicidad acartonada de los años cincuenta.

En tal sentido, justificamos la impronta del secundario de Ana De Armas, feliz incorporación de una irónica novia digital del Prometeo posmoderno de la ciencia ficción. Todos son tragados por un decorado antiséptico y maquinal.

La escenografía barroca rediseña la arquitectura funcional de Metrópolis, mientras el lente del genio detrás de cámara hace el resto. Usted, como venezolano, descubrirá relaciones con las líneas y luces de la UCV, vencida por las sombras.

La música suena a Vangelis por instantes, siempre a merced de las asfixiantes máquinas de ruido de Hans Zimmer, quien compone con un botón de replay conectado al archivo de The Dark Knight.

La hermosa secuencia de apertura es una declaración de principios. Restablece el formato ascético del film noir de Jean Pierre Melville y Jonnie To.

La rutina de cacería recuerda el intro de Exiled. A su vez propone dos de los mejores ejercicios de Denis Villeneuve: volver a transitar por los senderos oscuros de Sicario y reescribir el guion de su ópera prima Incendies, sobre la búsqueda del origen y las raíces familiares. El lubricante del melodrama occidental. De las múltiples concesiones del libreto. La inversión llama a encontrar conexiones emotivas con la audiencia. El mero regodeo de la transvanguardia no paga las deudas.

El Pinocho protagonista quiere saber si sueña con ovejas electrónicas o de carne y hueso. La pesadilla lo atormenta. Se ve como un niño acosado por guardar un caballito de madera en una caldera del diablo. ¿Es una ilusión, una realidad, un implante en su cerebro?

La dramaturgia revela la incógnita en el tercer acto, para no apagar el suspenso y cerrar a la forma trágica de Ciudadano Kane. Es decir, con la muerte como sacrificio y redención existencialista, dando paso a una rebelión tipo Matrix, condenada por los conservadores.

Acusan al desenlace de traficar con el marxismo enlatado, estereotipado y falso de la meca. Desde la oposición, estimo el canto insurreccional ante el dominio de los paradigmas despóticos. Si viene un tercer capítulo recargado, no me quejo.

Celebro el cine gestado como reflexión de sus límites y posibilidades en el futuro.


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