El artículo 5 de nuestra Constitución (“La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo…”) recoge un primer principio político de las sociedades democráticas y es pilar fundamental del Estado de Derecho.

La ciudadanía, la gente, la comunidad política en su sentido más englobante, constituye el poder originario supremo, que se mantiene tal en medio de las delegaciones y también de las formas de ejercicio que quiera establecer. Es, por tanto, referencia última e inapelable en la estructuración y manejo de la polis; se identifica así como así poder generador, constituyente y supraconstitucional. Por ello, al hablar de soberano y de expresiones de soberanía se lo tiene que hacer con extrema ponderación, estricto sentido de verdad y respeto a una auténtica libertad, pues son frecuentes las apelaciones falsas a la soberanía y las interpretaciones fraudulentas del soberano.

No sobra señalar que el utilizar aquí términos como supremo, primero y último en relación con el poder del soberano, se circunscribe al campo de la praxis y de la reflexión políticas; no se asumen dichos adjetivos en sentido absoluto, en perspectiva filosófica (metafísica) o teológica, pues a) en un recto humanismo hay valores a los cuales el soberano debe atender (pensemos en los derechos humanos fundamentales) y b) para el creyente, absoluto es solamente Dios.

Actualmente en Venezuela nos encontramos en una crisis gravísima y global. La manifestación más inmediata y perceptible de esta es la humanitaria, que se concreta en escasez y carestía de alimentos y medicinas, hampa desbordada y abierta represión policial-paramilitar-militar. Es global porque se diversifica de modo multiforme en lo socio-económico-político-cultural. Estamos en una tormenta que conmueve y trastorna la comunidad nacional en los más varios sectores y aspectos. Ahora bien, porque afecta a todo el país en su integralidad, no bastan remedios parciales. Se tiene que ir a la raíz del problema y a su causa principal, la cual consiste –la Conferencia Episcopal Venezolana lo ha dicho en repetidas ocasiones– en el proyecto de tipo dictatorial totalitario comunista que el régimen trata de imponer.

En materia de soberanía y constitucionalidad, el país se encuentra en gran confusión. Hay una Asamblea Nacional elegida por el soberano con todas las reglas de la ley, pero amarrada arbitrariamente por el Ejecutivo y otros poderes públicos nacionales que este instrumentaliza. En las últimas semanas merodea una así llamada asamblea nacional constituyente, de manifiesta ilegalidad y exhibicionista arbitrariedad, con pretensiones de plenipotenciaridad absoluta (de tipo cuasi metafísico). La Constitución “mejor del mundo”, múltiplemente violada vive –¿?– en refugios.

En un panorama así, de caos y destrucción, ¿a quién apelar para que corte la raíz de la crisis y abra el camino hacia una verdadera solución? Me parece que no hay otro sino el que tiene el poder originario constituyente y supraconstitucional. Que el soberano emerja y decida mediante una consulta fidedigna, claramente universal, auténticamente libre y actuada con seria veeduría internacional de organismos como ONU y OEA. Que el soberano mismo –no meros representantes– diga ya qué conducción y camino quiere para el país. Si este régimen hegemónico colectivizante o uno democrático pluralista como el dibujado por la Constitución.

Por último, pero no lo último. Es un reclamo a la Fuerza Armada, que debe recuperar lo de nacional (sobra lo de bolivariana), obedecer la Constitución y sentir con el pueblo. Hoy por hoy la Fuerza Armada bajo su actual conducción viene a ser el soporte principal, fundamental, del actual régimen carente de legitimidad y apoyo popular. Podría decirse que dicha fuerza es actualmente el real poder de facto, hasta el punto de que cuando se habla de conversaciones entre oficialismo y disidencia, estas tendrían que tejerse primordialmente entre el Alto Mando Militar y el liderazgo disidente. ¿Quitado el sostén militar, qué queda del sector oficial?

¿Gravísima y global la crisis? Urge la decisión del soberano.


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