La Venezuela de nuestros días aciagos ha devenido en estado inviable desde los puntos de vista jurídico, político y económico, tanto como en numerosos aspectos que conciernen a su tejido social y a su progreso cultural.

El desenfrenado empeño refundacional de Chávez Frías y sus seguidores, finalmente se revela con dureza en la avalancha de carencias que nos asfixia como comunidad humana que exige desesperadamente –así lo ha dicho el padre Luis Ugalde– un paso decisivo para salir de este inmenso desastre.

Jurídicamente es imposible avanzar bajo la conjura de un gobierno que interviene a su antojo la administración de justicia, que crea nuevas instituciones no previstas ni amparadas en la Constitución y leyes de la República, que neutraliza el adecuado desempeño de poderes públicos válidamente constituidos.

Políticamente, no hay coexistencia posible entre factores natural y humanamente divergentes, mientras el sector oficial y sus seguidores conciban la lucha política como empresa bélica, como propósito manifiesto de aniquilar al adversario ideológico, de inhabilitarlo para el ejercicio de cargos de elección popular.

Económicamente, parece no haber la más mínima posibilidad de que el Ejecutivo en funciones genere confianza, sin la cual no es factible estimular sectores de actividad menguada ante el desatino de políticas públicas discordantes, ante la gigantesca destrucción de valor que exhibe nuestro sector primario, así como la industria, el comercio y los servicios, agobiados todos por un Estado que se interpone con arrogancia y torpeza en los procesos elementales que posibilitan el razonable funcionamiento de los mercados.

Tampoco es alcanzable –bajo semejante estado de cosas– un nivel mínimo de sosiego social y desarrollo cultural que fortalezca la sana convivencia entre ciudadanos, hombres y mujeres de un mismo país, identificados en una misma historia y partidarios de una causa común que podría sacar provecho a tantas oportunidades que a diario se desperdician.

Así las cosas, el buen ciudadano ha perdido la fe en las instituciones políticas, a las cuales se supedita con desconfiada resignación. ¿Qué más puede hacer un administrado requirente de algún otorgamiento que ineludiblemente provenga de un organismo público?

Tampoco la clase política, sea del partido de gobierno o de la oposición partidista, se ha hecho verdaderamente acreedora –salvo en muy contadas excepciones– del asentimiento de los electores. No se ventilan propuestas creíbles, tampoco hay arrastre de entusiasmos en los actores políticos.

Es el punto muerto en que nos encontramos como nación extraviada en el desconcierto y el desgano que provienen de su fracaso histórico. De allí las oleadas de emigrantes que en tiempos recientes se aventuran a cruzar las fronteras, enrumbadas a nuevos mundos plenos de incertidumbres, cuando no de amargas penurias. Nadie quiere voluntariamente abandonar sus querencias.

No es difícil anticipar lo que puede ocurrir en nuestro futuro inmediato. Todo indica que el gobierno cumplirá su obcecada pretensión electoral, bajo un proceso que se sabe viciado en toda su extensión, ayuno de legalidad y de espíritu democrático al no garantizar el ejercicio libre del voto popular. Y las reacciones dentro y fuera del país –en la comunidad internacional– no lucen tan impredecibles como algunos pudieran pensar, antes bien, han sido suficientemente declaradas en todos los ámbitos.

Pero en el fondo del drama que nos encierra en un círculo vicioso de aspecto insoslayable, no hay duda de que existen recursos alternativos. Hay que identificarlos con denodado interés, con fe y optimismo, igual con cautela ante el oportunismo de algunos espontáneos que con pasmosa osadía pretenden inútilmente convertirse en redentores de la nacionalidad venezolana. Aún no hemos conocido al líder que habrá de movilizar a las masas en la dirección apropiada; surgirá de la circunstancia precisa, como demuestra la historia en señalados episodios de nuestra vida republicana.

Baste por ahora decir que aun forzando el oficialismo sus objetivos políticos de permanencia en el poder, no existen –para el gobierno en funciones– mayores posibilidades de solventar la grave crisis que nos agobia. Tampoco parece asequible al candidato rival al gobierno –en su hipotético triunfo electoral– un entorno y condiciones mínimas que favorezcan los ajustes necesarios para el restablecimiento de la institucionalidad democrática. Ninguna de las propuestas encierra certeras probabilidades de cambio radical, en el entendido de que la nueva Venezuela debe ser producto del consenso de todos sus ciudadanos, esto es, sin las exclusiones que hemos advertido desde 1999 como indefendible política de Estado. Solo alcanzaremos nuestra anhelada estabilidad el día en que los actores políticos de todas las tendencias y agrupaciones, los empresarios y trabajadores, la Academia, la Iglesia, los militares y la ciudadanía en general, se apersonen en el gran acuerdo nacional que nos es dado impulsar.

En conclusión, el país no tiene planteada en estos momentos una salida franca al inmenso desastre del que nos habla el padre Ugalde, al enfatizar los esclarecidos contenidos de la reciente Exhortación Pastoral de los obispos venezolanos. No está a la vista como hemos dicho, pero ello no compromete su verdadera existencia, donde quiera que se encuentre. Ella vendrá como corolario de la crisis agravada en la acción de un gobierno que se confirmará inútil para llevarla satisfactoriamente a término y, obviamente, para mantenerse moderadamente en funciones.


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