Alguien, a modo de burla o de alerta, colgó en Twitter que habían designado ministro de Educación a un repitiente. De inmediato, como es ley, aparecieron burlas, insultos, incurias, panegíricos, más mofas y hasta una foto de la normativa sobre los repitientes y las sanciones que se les aplican. El nuevo-viejo-reincidente es Aristóbulo Istúriz, quien en su periplo como empleado del Estado ha cubierto todas las instancias, con la excepción de guardaespaldas.

Es la segunda vez que ocupa el despacho de la esquina de Salas y uno recuerda el día que no bajó por el ascensor ministerial sino por el de los empleados, ese que se para en todos los pisos, con sus macundales en una cajita de cartón y con la vista fija en el piso. Adán Chávez estaba juramentándose en Miraflores y quería que la oficina, sobre todo el escritorio, estuviera limpia al llegar, sin adornos y contratos a medio firmar.

En los tiempos de la democracia, Aristóbulo era bien simpático y entrador. No se quedaba callado ante la injusticia y siempre tenía una sonrisa franca. Flaco y sin lujos indumentarios, pasaba por un soñador, un perseguidor de utopías radicalizado. Su vida política antes de La Causa R, el PPT y el PSUV tuvo visos de leyenda urbana. Estuvo en AD y en el MEP. De vez en cuando aparecía en los conflictos de los educadores por mejores sueldos –unos pocos– y por motivos políticos –todos los demás–. Fue cabecilla en la división del movimiento magisterial, que perdió su fuerza para reclamar y el poder de convocatoria.

Su vida académica, igualmente, está llena de mitos. Aunque en el currículo aparece que se graduó de maestro en el Instituto Experimental de Formación Docente y como profesor de Historia y Ciencias Sociales en el Instituto Pedagógico de Caracas, todo dicen que su verdadera especialidad es la educación física. Ciertamente, casi nadie lo reconoce como su maestro, dio pocas clases. Sin haberse terminado el escrutinio, se plantó un par de días con un piquete de seguidores frente al CNE para que le entregaran la Alcaldía de Caracas y, por esos inexplicables e inexcusables acuerdos de la clase política, la democracia cedió y Aristóbulo ocupó con María Cristina Iglesias el gobierno de Caracas.

Su gestión también fue de leyenda, acabó con el Mercado al por Mayor de Coche y cientos de honrados comerciantes quebraron, al tiempo que se fortalecieron las mafias detrás del negocio de los alimentos, sean hortalizas o harina de maíz. Obvio, en su crecimiento político se sumó al proceso bolivariano, aunque tuvo algunos tropiezos que, así es la dialéctica, incrementaron su popularidad con falsos rasgos de independencia frente a lo que se veía venir. Sin pensarlo ni medir consecuencias, quizás le quedaba algo de la franqueza de los muchachos de Alfredo Maneiro, dijo con su particular entonación de curiepeño que Chávez se había fumado una lumpia. Hasta ahí.

Su ostracismo fue corto. Fue perdonado y volvió a los cargos públicos. Sigue siendo un tesista del doctorado de Planificación y Desarrollo del Cendes, pero fue hasta vicepresidente ejecutivo de la República y gobernador tipo virrey en el oriente del país. Todavía no se ha declarado afro-venezolano, una a su favor, pero empezó a engordar, a arrugar el entrecejo, a regañar a la audiencia, a actuar sin fingimientos y con sonrisas fingidas. Mientras, aparecían y se iban rumores sobre yates y negocios de variado entramado. Ya no era el ex alcalde que conducía por el centro de Caracas su carro baratón sin aire acondicionado, reluciente de choques y falto de pintura.

Once años después vuelve a la esquina de Salas, al último piso del Ministerio de Educación, con sus grandes ventanales hacia el sur de Caracas, con la torre del Banco Central a pocos pasos, con los certificados de los lingoticos de oro que ofrecen a los venezolanos para que ahorren, aunque reciben un salario único e insuficiente para adquirir la cesta básica de 50 productos. La gran sonrisa no la perdió del todo, sí la franqueza y la llaneza de gente de Barlovento. Vendo molino dando vueltas y sin rueda de piedra.


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