El título de esta entrega pretende resaltar la diferencia entre la rendición y entrega del jefe de la “revolución bolivariana” el 4 de febrero de 1992 y lo ocurrido esta semana en El Junquito.

El teniente coronel Hugo Chávez, quien era el jefe de un alzamiento armado que ya había causado numerosas bajas, resultó vencido en su intento de derrocar el gobierno del entonces presidente Pérez; se le exigió rendición incondicional y una vez obtenida la misma se le permitió presentarse en cadena nacional para pedir a los demás insurrectos que depusieran las armas. Allí fue donde, por desobedecer la orden presidencial de transmitir la rendición en forma previamente grabada, el cabecilla logró colar su famoso “por ahora” que lo llevó a la fama.

Pasada aquella jornada, Chávez fue conducido a una cárcel común donde se le dieron facilidades muy superiores a los demás presos: habitación privada, derecho de recibir visitas, abogados y todo aquello que es mandado por las leyes nacionales e internacionales que rigen el castigo de los delitos y el desarrollo de las acciones de guerra que –aunque no lo parezca– tienen sus reglas y limitaciones.

Diez años mas tarde, el 11 de abril del 2002, después de haber entregado a la cúpula militar su renuncia (“la cual se aceptó”) el mismo señor, ya presidente constitucional de la República fue conducido por monseñor Porras a Fuerte Tiuna, de allí en helicóptero a una base naval y luego a la isla de La Orchila donde, aun privado de su libertad, se le respetaron la dignidad y sus derechos humanos.

Con relación al confuso episodio vivido en El Junquito hace pocos días, este columnista reconoce que el señor Oscar Pérez, sea cual fuera la jerarquía de su motivación, optó por el camino de la violencia armada desde hace varios meses y, por tanto, no podía esperar ser tratado a sombrerazos. El discurso de Pérez reclamaba el regreso de la democracia, pero ello era revestido por uniformes de camuflaje, fusiles de guerra, pasamontañas y proclamas que en cualquier parte se entienden como incitadoras de la violencia.

La historia venezolana ofrece muchos ejemplos. Cuando Miranda tomó las armas en contra de la metrópoli española encarnó el inicio de la gesta emancipadora americana, pero al haber sido apresado en La Guaira fue juzgado como reo de sedición y terminó sus días en una cárcel en Cádiz. Bolívar también se alzó contra la opresión colonial pero como al final de la contienda resultó vencedor pasó a ocupar la Presidencia de la Gran Colombia y se convirtió en el paradigma de la liberación continental. Oscar Pérez asumió una función en el que no jugaba con papel picado sino que llamaba a una revuelta que, si hubiese resultado exitosa, lo habría exaltado a él a los primeros sitiales de la recuperación democrática. Asumimos que era consciente de la consecuencia de su posible fracaso.

Dicho lo anterior, llega el momento de volver a la comparación entre las rendiciones de Chávez y la de Oscar Pérez, siendo que en esta última no se respetó la proporcionalidad en el uso de la fuerza: fusiles contra tanquetas y bazucas, ni se respetó la rendición ofrecida por el grupo ni se toleró negociación alguna. Es evidente que la “neutralización” del grupo era la orden recibida y ejecutada por un tal mayor Bastardo asistido por la fuerza pública armada del gobierno y por personas denominadas “colectivos”, cuyo involucramiento deja demasiados interrogantes, especialmente después de haber visto el insólito despliegue de elementos con rostro cubierto y armas largas en la inhumación de un presunto civil cuya participación en la masacre está muy lejos de ser explicada a la ciudadanía.

Para algunos Oscar se ha convertido en nuevo ídolo de la lucha política que se libra en Venezuela. Para otros fue un desaforado asumiendo el papel de un Rambo desviado en aras de una buena causa. Lo que no se puede negar es que tanto Oscar como sus acompañantes, igual como el Che Guevara en su día, tuvieron el coraje de morir por sus convicciones. Esa convicción –cualquiera que sea nuestra opinión sobre la misma– poco se encuentra en la Venezuela de hoy, donde una caja CLAP se erige como ícono que opaca todas las demás postergadas aspiraciones que se acumulan en nuestra patria.

Quienes ordenaron y ejecutaron el operativo de El Junquito debieran ya estar repasando el Tratado de Roma que crea la Corte Penal Internacional de La Haya que, con bastante lentitud pero implacable persistencia, ha juzgado y condenado a más de un intocable (Milosevic, Karadjic, Mladic, algunos carniceros africanos, etc.). Resulta insólito constatar que nada menos que, en la misma semana en la que estos eventos ocurrieron, sea el señor Maikel Moreno quien esté en visita oficial a esa Corte Penal. A lo mejor pudo revisar los calabozos que sus comilitones podrían llegar a ocupar, y gozar al máximo de su último viaje al viejo continente, pues está incluido en la primera lista de sancionados con la prohibición de ingreso a la Unión Europea.


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