La posibilidad de que un país petrolero pueda incumplir el pago de su deuda sería inverosímil si no fuese por el caso venezolano. La inmensa deuda fue contraída en medio de una bonanza petrolera y en un sistema autoritario sin controles democráticos. ¿Cómo fue posible quebrar a un país petrolero? Esta situación responde, entre otras, a las razones siguientes: la copia del fracasado modelo económico cubano, la carencia de controles democráticos, el autoritarismo, la concentración del poder en pocas manos, el populismo y la corrupción.

El gobierno “decretó” la reestructuración y el refinanciamiento de la deuda externa, lo que resulta contradictorio tal como fue anunciado. Este asunto no se decreta porque requiere del consenso de los acreedores, a quienes el deudor no les puede dar órdenes. El éxito de la reestructuración de la deuda depende de que el gobierno presente un programa económico que permita sacar al país de la bancarrota en que se encuentra.

El régimen ha venido obteniendo aparentes “victorias” electorales, pero en materia económica es el campeón de las derrotas y de los fracasos. Su modelo de controles y expropiaciones ha logrado dilapidar los ingresos petroleros en programas populistas y en excesivos gastos militares. Mientras los demás países productores de petróleo nadan en la riqueza, como es el caso de Dubái, Venezuela tiene a un porcentaje alto de su población sin medicinas y sin alimentos. Una generación ha visto frustrado su proyecto de vida, lo que ha producido una diáspora solo vista en situaciones de guerra. Es claro que es el modelo económico castrista el que ha causado esta crisis devastadora.

Aquí caben algunas preguntas: ¿pueden los responsables del fracaso emprender el camino para superarlo?, ¿cuál sería el destino del dinero “fresco” que se reciba en caso de lograr el refinanciamiento?, ¿aceptarán honrar el cronograma de pagos que se acuerde?, ¿cuál será el papel de los acreedores en este asunto? El desenlace de esto puede ser paradójico: el riesgo de default puede llevar al gobierno a aceptar condiciones que no ha aceptado en el pasado.

Esta situación, de ser aprovechada, puede obligar al gobierno a cambiar su plan económico y comenzar el camino de la transición democrática. Los acreedores necesitan que su deudor esté en capacidad de pagar su deuda. Para ello se requiere crear las políticas económicas que lo hagan posible; sin embargo, para que se establezca un ambiente propicio, se debe restablecer el sistema de controles y balances necesarios en una democracia. En el caso de que entre dinero fresco al país, se requiere tener las garantías para que no se despilfarre en populismo y corrupción.

La complejidad de esta renegociación sube de tono por las sanciones impuestas por la Orden Ejecutiva 13808 del gobierno del presidente Trump (a estas sanciones hay que añadir las de Canadá). ¿Cómo entonces se podrá negociar con las instituciones financieras norteamericanas? Los expertos sostienen que esto se podría soslayar si se modifican los términos de la deuda existente y no se adquiere nueva deuda. Bueno es advertir que el sistema bancario de Estados Unidos es el más grande y robusto del mundo, y será muy difícil burlar las sanciones impuestas.

Las posibilidades de que Rusia y China resuelvan el problema del “socialismo del siglo XXI” son mínimas porque no van a entregar dinero sin nada a cambio: hipotecar el país en beneficio de Rusia y China es peor para los venezolanos, pues compromete el porvenir. China ya ha señalado que “confía” en que el gobierno pueda honrar sus pagos. Rusia conoce la experiencia del costo cubano en la caída del Muro de Berlín, que fue uno de los factores del derrumbe soviético.

Karl Marx hablaba de que la pobreza y la miseria son “condiciones objetivas” para hacer la revolución. En Venezuela esas condiciones exigen salir del modelo castrista, que, por definición, es creador de pobreza. Pero no es fácil cambiar un modelo que responde a dogmas ideológicos, porque, como decía Albert Camus, “la estupidez insiste siempre”.


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