En varias oportunidades, o en unas cuantas (diría alguno de mis generosos lectores), he escrito acerca de Chile artículos, ensayos, y hasta un libro; siempre identificado (pleno de admiración y afecto) con la causa de su pueblo.

Unas veces lo he definido como tierra de poetas laureados que en una generación nos dio al mundo dos premios Nobel de Literatura, y en versos nerudianos lo he llamado “largo pétalo de mar y vino y nieve”; o bien me he referido a él como país de irrestricta tolerancia cultural, religiosa e ideológica; o me he detenido en la exaltación de sus bellezas naturales, como ámbito de lagos y volcanes; o bien me he dedicado a la apreciación de sus artes plásticas, su admirable teatro y sus letras; o, con la mano en el pecho, junto al corazón, lo invoco con frecuencia como el escenario de mis vivencias que percibo más llenas de sentido.

La mayoría de las veces mi tema y preocupación lo han sido su vida política y su destino, porque el amor mío no es contemplativo sino entrañable, de compromiso tomado como opción voluntaria de entrega.

¿Por qué hago de este mi tema de hoy? Porque por sí sola, como conocedora de mis sentimientos, la memoria ha traído a mí y me hace oportunamente presentes los siguientes recuerdos: El martes 11 de septiembre de 1973 –a punto de cumplirse ahora en pocos días 45 años de la aciaga circunstancia acaecida entonces– el presidente constitucional Salvador Allende tenía como primer compromiso la inauguración en la Universidad Técnica del Estado, de una exposición antifascista titulada Por la vida siempre; sin embargo, lo que la historia habría de registrar ese día serían hechos trágicamente diferentes a los que se anunciaban en la agenda presidencial: en la mañana la gente de Santiago presenció estupefacta el bombardeo del Palacio de La Moneda y el ataque despiadado por aire y tierra a numerosos barrios populares, y al anochecer el cuerpo ametrallado del presidente, envuelto en una frazada ensangrentada, era sacado del palacio por un puerta lateral.

En esa fecha una experiencia política legal, surgida de la voluntad popular, y que en tal sentido se proyectaba como un ejemplo inspirador para toda América Latina, fue abruptamente interrumpida por el poder de fuego de las Fuerzas Armadas de Chile, comandadas por oficiales de uniforme, con el apoyo político del Partido Nacional de extrema derecha y de sectores del Demócrata Cristiano, que públicamente justificaron el golpe militar incluso a través de manifiestos de prensa. En actos de similar naturaleza terrorista fueron asesinados, por agentes de la policía del régimen golpista, en 1974, el general Carlos Prats González en Buenos Aires y en 1976, Orlando Letelier en Washington; seguidos esos tres años por una década de campos de concentración, tortura institucionalizada como política de Estado, secuestros y crímenes salvajes, dentro de la sangrienta estela de muerte que fue dejando Augusto Pinochet como estigma doloroso y vergonzoso para la humanidad civilizada.

Al precio de grandes sacrificios el pueblo enfrentó valientemente la dictadura desde el mismo día del golpe, manteniendo viva su vocación por la libertad y la justicia, dignamente erguido ante los embates de la barbarie y diseñando distintas formas de lucha ajustadas a la magnitud del brutal poderío represivo militar.


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