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Simón Alberto Consalvi, in memoriam

“El daño que Hugo Chávez Frías le ha infligido a Venezuela no tiene precedentes en ninguna de las etapas republicanas. Esta frase no se escribe con facilidad, ni como un recurso retórico, o un ejercicio banal de oposición; la escribo con profundo pesar, al mirar al país devastado por las pasiones, por un discurso basado exclusivamente en la violencia, la negación y el rencor. Su presencia en la Presidencia de la República les ha traído a los venezolanos incontables desgracias”. 

No fue escrito ayer, en vista del apocalipsis público y manifiesto, reconocido como tal en el mundo entero, que sufrimos todos, cuando el veneno que albergaba en su pecho se ha derramado por todo el país y ya inunda al vecindario: fue escrito cuando medio país, el más culto y consciente de su propia historia, ya reconocía en él a un asaltante voraz, cruel, despótico y destructivo, a quien en un ciudadano ejercicio de voluntad democrática millones de venezolanos le habían exigido la renuncia. Y quien, ante un embate de tal envergadura, se había visto obligado a dejar el poder meses antes de que estas palabras fueran escritas, y quien, ante la cobardía, la traición y la crasa ignorancia, estupidez u oportunismo de generales, empresarios, intelectuales y políticos venezolanos volviera a Miraflores a pocas horas de haber sido puesto en el único lugar que merecía: el basurero de la historia. Del que fuera rescatado para que pudiera llevar a cabo el único proyecto estratégico que fue capaz de albergar en su pobre, mezquina y miserable existencia: arrodillarse ante Fidel Castro y hacerle entrega de Venezuela, la rica y poderosa nación del Caribe que llevaba décadas ambicionando sin lograr conseguirla, y así, maniatada bajo la traición de sus ejércitos, poder devastarla de cabo a rabo. Como en efecto. Inolvidable la crasa y supina estupidez del general Raúl Isaías Baduel, quien impidió cortar de raíz la gangrena asomada en Miraflores pretextando la defensa de la Constitución para reponer en el poder al verdugo de  esa misma Constitución y la República que pretendía albergar. Inolvidable la cobardía de civiles y uniformados que prefirieron no hacer lo único que una sana y justa conciencia histórica reclamaba: deshacerse de él para siempre. Todo castigo será leve.

Las escribió en diciembre de 2002, el año de la gran traición, a una década de la monstruosa felonía del 4-F, el pensador de mayor cultura, enjundia intelectual y dimensión política que sobresalía notablemente por entre las tristes cabezas de la pobre vida intelectual y política venezolana como el verdadero estadista que debió haber sido y nunca quiso ser: Simón Alberto Consalvi. Siempre en la sombra de la modestia y al servicio de mediocridades pragmáticas que no merecían ni siquiera la compañía de su sombra. ¿Por qué una admonición de tanta trascendencia no encontró eco ni entre los intelectuales, ni entre los políticos, los militares y los empresarios venezolanos? ¿Por qué todos ellos se dejaron arrastrar por la traición arrastrando consigo el peso del extravío de masas analfabetas, bárbaras e irresponsables, consumiéndose en el fango de la devastación, haciendo oídos sordos a una afirmación de tanta dimensión histórica? ¿Dónde estaban y qué hacían las personalidades, los partidos y los gremios como para hacerse los desentendidos ante un llamado de atención de tal envergadura? 

Escabullendo el bulto, medrando, ubicando el espacio donde brillaban las riquezas y disponiéndose a sumarse al carnaval del saqueo. Y debe recordarse que en ese turbión de mediocridades administradoras de nuestros destinos se encontraba lo más distinguido de la clase media, única y verdadera responsable del ascenso al poder del teniente coronel:  jueces distinguidos, como Rodríguez Corro, encargado de decapitar a Pérez Rodríguez; fiscales de extensa trayectoria política y receptores de favores del encausado, como Ramón Escovar Salom, padre de la felonía; filósofos o pretendidos pensadores reconocidos internacionalmente como Ernesto Mayz Vallenilla; poetas brillantes como Juan Liscano, notables de la cultura y las letras reconocidos universalmente como Arturo Uslar Pietri, periodistas, diplomáticos y editores de toda condición, como Jorge Olavarría; rectores universitarios como los de la izquierda marxista que asaltaron el rectorado de la UCV sin parar mientes en su naturaleza pervertida, incluso homicida, como Edmundo Chirinos; y la discreción que aconseja no hacer leña del árbol caído me recomienda no seguir nombrándolos, que una inmensa mayoría de ellos –la mayoría se había cobijado bajo la denominación de “abajo firmantes” para coludirse con el asesinato y la traición  extendiéndole un poder de vida o muerte al tirano cubano para que saqueara la república a sus anchas– continúan ocupando bastiones de consentido minipoder, ahora del lado de la tardía, impotente y menesterosa oposición democrática. Algunos todavía fungen de asesores o asesoras de ambiguos candidatos de profesión. No renuncian a seguir haciendo daño.

Estupidez, oportunismo y anonadamiento: no se me ocurren otros términos para describir la brutal muestra de ignorancia, mezquindad y ceguera que se habían apoderado de las élites de la que hasta muy poco antes fuera una democracia ejemplar en el contexto latinoamericano. Y que según lo reconocieran en Davos horas antes del golpe de Estado los mayores expertos del mundo, merecía todo el reconocimiento internacional. Anonadan esos términos manifestados con los cadáveres aún tibios y la sangre fresca sobre las calles de Venezuela con su habitual mezquindad y su perverso oportunismo por el único sobreviviente del Pacto de Puntofijo, Rafael Caldera, quien en lugar de expresar su solidaridad con el presidente atacado y el régimen democrático por él representado, último punto de fuga del ciclo abierto el 23 de enero de 1958, mostrando su repudio por el golpe de Estado, las centenas de asesinatos y la brutal destrucción que acarreaba la felonía, se indignó contra quienes pretendían acusar a los golpistas de “magnicidio”. Grave, para Caldera, no fue el golpe de Estado: grave fue acusar a los golpistas de magnicidas.  De allí que en vez de llamar a solidarizarse con el gobierno que se pretendía derrocar, deponiendo todas las ambiciones para aprovecharse de las circunstancias y volver a hacerse con el poder, lo culpara de no ser capaz de provocar adhesión en los sectores populares, pues “una democracia con hambre no se defiende”. Una grosera infamia, pues jamás la economía venezolana había estado en mejores condiciones que al alba de ese siniestro golpe de Estado.

Caerle a saco a Carlos Andrés Pérez, negándole la sal y el agua por atreverse a sacudir la modorra secular que aprisionaba a Venezuela y ponerla a valer en el concierto económico global, alinearse junto a la traición del sable, la lanza y el machete para hundir a Venezuela como esta devastación brutal lo pone de manifiesto: fue lo único que se les ocurrió a quienes convirtieron un payaso asesino y brutal en una resurrección del libertador.

¿Con qué cara y con qué gesto corregirán el monstruoso delito de lesa patria cometido? Aquellos que han insistido en la traición, desde este lado de la barrera,  boicoteando los ímpetus insurreccionales de nuestro pueblo, albergando a quienes vinieron del frío a engañar a nuestros mártires con falsos diálogos y no tienen conciencia como para reconocer el gigantesco daño que le han hecho al país, no merecen nuestro perdón. Deberían desaparecer cuanto antes del escenario político. Y ser repudiados para el resto de sus vidas. No merecen más que el desprecio.


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