Hay términos que de tanto usarlos hasta parecen perder su significado, es el caso de “corrupto”, que a fuerza de repetirlo devino en un apelativo vacío. Así puede pasar con “autoritarismo” y “militarismo”, si mencionados a la ligera y con aparente noción superficial de lo que en realidad implican en su esencia y alcances. Dentro de esta idea, a la violencia hoy tan nombrada por las circunstancias que padecemos, no la enfrentamos en abstracto, sino como expresión concreta de ese militarismo o forma de concebir la sociedad y la existencia un uniformado castrense; y que también se define en la ubicación de oficiales en los puestos claves de la administración pública manejando sin supervisión grandes presupuestos, en el empeño en trazarte la vida, marcarte las pautas, impartirte órdenes, interferir tus decisiones, controlar tus movimientos, decidir por ti.

Numerosos venezolanos nos asomamos por primera vez a la vida política bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, época en la que las charreteras, los sables y en general todo lo castrense, eran sinónimos de abusos, torturas y crímenes. Con la experiencia de esa década y el desolador panorama de un continente asaltado por los Odría, Castillo Armas, Rojas Pinilla y otros, era inevitable ver a la alta oficialidad de cada uno de nuestros países como cónclaves de gorilas.

Superada la ola de déspotas se tuvo la ilusión de que América Latina respiraría un aire más limpio y más humano, pero no tardaron militares uruguayos, argentinos y chilenos, en mostrar apego a valores de otro orden. Creímos que con la llegada de las libertades democráticas a Venezuela, podríamos decir lo que quisiéramos de cualquier asunto, pero pronto se hizo palpable que “meterse con los militares es delicado”.

Hugo Chávez se definía presuntuoso como un real soldado, y junto con glorificar su desempeño de cuartel insistía en imponer la militarización del país. Anunciaba (advertía) una masacre popular para despejar el camino a la perpetuidad que lo obcecaba, insistía en burlar y disuadir a los jóvenes que lo adversaban por vía de ridiculizarlos y por las órdenes a sus cuerpos represivos de agredir las manifestaciones y reuniones estudiantiles. De hecho, en la percepción popular pesa cada vez menos la pretendida imagen militar idealizada de “garantes de la institucionalidad y de los valores esenciales de nuestra nacionalidad”.

Es definitivamente deber del Estado garantizar la seguridad de las personas a partir de la valoración del ser humano en su unicidad y de la vida en su singularidad, sin esperar para actuar, como hoy sucede, que las víctimas integren un doloroso plural, pues padecemos situaciones y cifras delictivas que son motivo de vergüenza ante la comunidad internacional. Urge restablecer la respetabilidad de los poderes públicos y el reconocimiento al país en su honorabilidad, para bien incluso de nuestro desempeño cultural y político.

Bolívar, de memoria tan manoseada, nunca organizó bandas armadas ni movilizó huestes terroristas, y jamás lanzó contra el pueblo gavillas agresivas en función de amedrentarlo; maestro en el habla y la escritura, él fue ajeno a la procacidad, a las ofensas y al uso de una retórica manipuladora con la cual aprovecharse de los escasos conocimientos o el fanatismo de algún seguidor; la toma de conciencia incluía la noción de la dimensión real de los hechos.

Ante la que en verdad es la política oficial, en cuanto al retraso de cualquier medida positiva de bien nacional, y la vergonzosa ruina moral que hoy cruelmente pretenden imponer a través de una bestial represión y la degradación de las condiciones básicas de sobrevida, una respuesta digna es la de persistir en enfrentar la barbarie del régimen que pretende mantener a la Patria sometida.


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