Lo sabe y lo comenta todo el mundo. Donald Trump se detendrá en Bogotá para estrechar la mano de Iván Duque a su regreso de la reunión cumbre del G20 que tendrá lugar en noviembre en Buenos Aires. El anuncio de esta visita ha levantado gran polvareda en el continente. Son muchas las especulaciones que se hacen en torno al motivo que pudo tener el presidente norteamericano para haber escogido a Colombia para hacer ese alto en el camino.

El hecho de que en los meses y años que preceden la relación de los dos países se haya estrechado sobremanera no constituye “per se” una motivación suficiente para que el inefable Donald Trump haya adelantado esta iniciativa, que, valga aclararla, partió de la Casa Blanca y no del Palacio de Nariño.

Lo que no es difícil imaginar es lo que podrá haber en el temario de este encuentro. Colombia ha sido tradicionalmente un colaborador de primera línea en las políticas norteamericanas en el subcontinente y una bisagra básica para aceitar las relaciones con el resto de los países latinoamericanos y sobre todo desde que al sur del Río Grande las diferencias de las naciones con Estados Unidos se han manifestado de manera más o menos contundente y agresiva.

Pero al propio tiempo, Colombia se ha convertido en los últimos años en una piedra en el zapato de Estados Unidos por la miríada de dificultades que se han anidado sobre su suelo. Si la relación no ha sido una de amor/odio se debe al hecho de que los neogranadinos han siempre demostrado una identidad de propósitos con los norteamericanos, aunque los resultados esperados por el norte no hayan sido siempre los mejores.

Hay que decir que en los años recientes los asuntos relacionados con el narcotráfico que se organiza a partir de Colombia se han tornado críticos para Estados Unidos, principalmente durante los mandatos de Juan Manuel Santos. Además, durante esa administración, Colombia le prestó una atención casi exclusiva al tema de su paz interior e independientemente del resultado formal que esta tuvo, esa desatención de temas trascendentes para su país y para su vecindario redundó en el fortalecimiento de las corrientes izquierdistas del país vecino, Venezuela, y de las propias.

Colombia sigue siendo un tema álgido para Estados Unidos, pero hoy lo es más Venezuela. Colombia tiene un muy relevante papel que desempeñar en la desactivación de la dictadura que impera al lado, la que ha depauperado al país, y dentro del cual no solo florecen los negocios vinculados con la droga en estrecha vinculación con los sectores militares y el oficialismo, sino además es un centro de colaboración con el terrorismo yihadista.

Una eventual contaminación de Colombia con todas estas perversas distorsiones que florecen más allá de su frontera no anuncia un buen futuro para la presencia y la relevancia norteamericana en la región, ni para las restantes naciones que la componen. No olvidemos tampoco que la presencia de corrientes de izquierda radical en Colombia contribuye a que ese peligro sea mayor aún. Así pues, si Venezuela es un peligro para Estados Unidos, como lo han señalado hasta el cansancio sus políticos, la suma de los dos países lo es más.

Iván Duque ha tomado el toro por las astas desde su campaña electoral en torno a la necesidad de devolverle institucionalidad y paz a Venezuela. Es solo evidente que el drama humano que nunca imaginó que tendría que enfrentar con la avalancha de refugiados en tan atroces condiciones le ha agregado una poderosa carga de complejidad y de inmediatismo al recién estrenado gobierno colombiano, y puede terminar por dinamitar el éxito que es imprescindible que alcance en su gestión.

No hay mucho más que explicar y se justifica ampliamente que estos dos presidentes, Duque y Trump, se sienten a deliberar sobre lo que es un drama común a ambos lados: Venezuela.

Con ninguna otra nación en el Continente –ni siquiera con México– tiene Estados Unidos intereses tan entrelazados ni comparte tan álgidos peligros que resolver.


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