Como en las antiguas purgas estalinistas, que perseguían incluso a miembros del Partido Comunista de la antigua Unión Soviética, considerados una amenaza para la permanencia de Stalin en el poder, Maduro y sus adláteres han sacado a la luz (aunque no limpiado) una pequeña parte de la corrupción que corroe las entrañas del régimen. Para comenzar (y también para terminar), han despedido a decenas de empleados de Pdvsa y han detenido a algunos de los responsables de la ruina de la empresa que, otrora, fuera el orgullo de Venezuela.

No es que esté mal combatir la corrupción y a quienes la encarnan, pero ¿por qué ahora? ¿Y por qué tan pocos? Ha habido que esperar dos décadas para que, sorpresiva y selectivamente, el régimen prestara atención a uno de los muchos focos de corrupción que hay en el país. Pero todo continúa igual en el Banco Central, en el Ministerio de Finanzas, en la FAN, en el Poder Judicial y en las empresas expropiadas. El nepotismo en la administración pública sigue campando por sus fueros, como si fuera una práctica patriótica y revolucionaria. Del narcotráfico, que –según la prensa internacional– está enquistado en la cúpula del poder, todavía nadie se ha dado por enterado. En esta repentina lucha en contra de la corrupción, Eulogio del Pino y Nelson Martínez, ambos ex presidentes de Pdvsa, han sido escogidos para ir presos; Rafael Ramírez, durante más de una década el zar del petróleo, por el momento, solo ha debido renunciar a su cargo como embajador de Venezuela en la ONU.

No podemos ser indiferentes a la suerte de Rafael Ramírez que, ya sin inmunidad diplomática, abandonó apresuradamente Estados Unidos, pero no para eludir un juicio por legitimación de capitales sino que, según él mismo declaró a la BBC, porque no tenía una casa en la que vivir y porque carecía de recursos económicos. Ahora, sin inmunidad diplomática, no está escondido ni está huyendo, está en paradero desconocido, pues no tiene un sitio en dónde quedarse. Seguramente, sin dinero y sin recursos, él anda vagando por las calles de Zurich, mientras observa tantos bancos de cuya existencia ni siquiera tenía conocimiento, o está en París, aterido de frío, durmiendo bajo uno de los puentes del Sena. Quizás el destino ha querido que se cruzara con el dueño de una villa en la Toscana, que solía hacer negocios con Pdvsa, y que le invitó a ser su huésped.

Chávez diría que la vida ha sido injusta con “ese caballero” Ramírez. Cuesta entender que quien tuvo tanto poder, que fue presidente de Pdvsa, ministro de minería, vicepresidente de la República para el área económica y embajador de Venezuela ante la ONU, haya sido defenestrado y ahora deba vagar sin rumbo por el mundo. Excepto porque era “rojo rojito”, cuesta entender que alguien que no era un experto en petróleo, que no era economista y que tampoco tenía formación como diplomático, hubiera accedido a esos cargos. Y cuesta creer que Ramírez no tenga ninguna responsabilidad en los casos de corrupción que carcomen Pdvsa y la administración pública venezolana. Pero sí se puede comprender que Ramírez se sienta seguro de que, en un país como Venezuela y gobernado precisamente por su adversario, por ahora, no vayan a presentar cargos en su contra.

No hay tal purga de corruptos, ni hay nuevos vientos que soplen en la Fiscalía o en el gobierno; sigue utilizándose a los tribunales como herramienta para perseguir al adversario o para saldar rencillas políticas. Está claro que la supuesta guerra en contra de la corrupción es muy selectiva, y que hay personajes que gozan de impunidad y a los que no se les toca ni un cabello. Y está igualmente claro que, en el caso de Ramírez, el régimen prefiere que este guarde silencio y, si es posible, muy lejos de Venezuela, disfrutando de su inmensa pobreza.


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