El verdadero saber está referido a todo aquello que no cambia, y se descubre en la propia alma. Este precepto epistemológico sustentaba el conocimiento generado en los jardines propiedad del héroe griego Akademos, lugar ateniense donde concurría Platón con sus discípulos a dilucidar diferentes ideas en el ámbito filosófico (Platón: 2003).

No obstante, esta concepción de academia ajena a la significación práctica o de contacto con el mundo exterior logra su transformación en el “Siglo de las Luces” (fines de siglo XVII hasta inicio de la Revolución francesa), con el movimiento cultural e intelectual conocido con el nombre de la Ilustración, el cual concebía el saber como todo aquello que estuviera fundado de forma lógica en la razón humana o, en otras palabras, a la facultad o capacidad del individuo para asimilar un nuevo conocimiento en función de la lógica o coherencia con respecto a premisa referente (Ruiz: 1994).

En la actualidad, la academia está consagrada no exclusivamente a la transmisión de conocimiento, sino, como lo expresan Ortiz y Marulanda (1990): “(…) la construcción de pensamiento, haciendo, pensando, siendo (…) mediante procesos continuos de investigación” (p. 57). Tanto así, que la visión compartida del docente universitario es y debe ser de manera irrenunciable la consolidación de la excelencia académica, que se encuentra conceptualizada en los postulados normativos del artículo 109 de la Constitución: “(…) conocimiento a través de la investigación científica, humanista y tecnológica, para beneficio espiritual y material de la nación”. Pero igualmente ratificada esta postura en el artículo 34 de la Ley Orgánica de Educación (LOE): “(…) el ejercicio de la libertad intelectual, la actividad teórico-práctica y la investigación científica, humanística y tecnológica, con el fin de crear y desarrollar el conocimiento y los valores culturales”.

Igualmente, basándose en las ideas de Díaz y Requena (2007) se puede concebir la gestión académica, dentro de un enfoque sistémico y holístico, como un proceso sustentado en la integralidad, que involucra multifactores de tipo administrativo, social, laboral, pedagógico, etc. (Tedesco: 1993); que tiene como objetivo esencial la atención al docente universitario, de manera que pueda desempeñar y cumplir adecuadamente sus funciones (reproducción y distribución de conocimiento) y modalidades (investigación, docencia y extensión) académicas esenciales, al involucrar de forma estratégica, oportuna, coherente y pertinente recursos pedagógicos-tecnológicos pertinentes para el desarrollo de innovaciones curriculares que viabilicen la optimización y evaluación de su actuación profesoral, que es definida, de acuerdo con Sierra (1999; p. 32), como el: “(…) resultado obtenido de confrontar las metas planeadas, los estándares y el desempeño logrado”.

Así mismo, según Díaz (2006; p. 10) el docente “(…) en el desempeño de su labor, tiene unas responsabilidades en triple vía: como ser humano, como profesional de la docencia, y como sujeto en permanente interacción con sus discípulos”. Por lo que, de acuerdo con lo manifestado por Díaz, Barrigas y Fernández (2001; p. 23), es: “(…) una persona encargada de conducir el proceso educativo (…) y contribuir a la formación integral de ciudadanos”. Responsabilidades estas que asumen rango constitucional, cuando el Estado venezolano le confiere al personal académico la “tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre” (Ley de Universidades. Gaceta Oficial, 1970, art. 1).

Finalmente, el insigne Alfred Marshall en su famosa obra Principios de economía (1890), enunció: “El capital más valioso de todos es el que se ha invertido en seres humanos”. Por ende, una condición necesaria para el desarrollo de una academia signada por la calidad y excelencia es a través de la conformación de un talento humano de gran capacidad intelectual y humana que pueda estar incentivado y motivado por todas las instituciones del Estado para ejercer la digna y noble función de “profesor universitario”.

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