El bicentenario del nacimiento de Marius Petipa, factor determinante en la configuración de la escuela rusa del ballet –que se conmemora en el mes de marzo– resulta una efeméride destacable en la historia de la danza escénica universal.

Personaje polémico, no solo por su hegemónico desempeño en el teatro imperial de San Petersburgo hacia finales del siglo XIX, sino también por sus visiones sobre el hecho danzario en las que prevalecía la brillantez escénica y el énfasis en la técnica corporal, por sobre los contenidos de las obras y el sentido expresivo del movimiento. El recuerdo de su natalicio resulta una oportunidad propicia para la valoración de este significativo creador, más allá de los apasionamientos y las controversias que lo rodearon.

Cerca de cuarenta años duró el dominio artístico de Petipa dentro del teatro Mariinsky, donde ejerció una influencia casi exclusiva en la conformación del pensamiento y la estética del ballet académico en los tiempos finales del poder zarista. En su obra se encuentran aportes definitivos para el logro de la autonomía en la danza como disciplina artística. Progresivamente, fue sustituyendo los principios que inspiraron al ballet romántico, aunque sin olvidar nunca  su esencia, para plantear una puesta en escena ampulosa, así como enfatizar en las capacidades técnicas de sus intérpretes, por sobre una acción dramática lógicamente estructurada.

Petipa nació en Marsella el 11 de marzo de 1818, ciudad francesa históricamente amante de la danza. Perteneció a una familia de artistas: su padre, Jean-Antoine, fue un destacado maestro de ballet asentado en Bélgica, de quien recibió su formación inicial, y Lucien, su hermano mayor, un reconocido primer bailarín de la Ópera de París durante el auge del Romanticismo.  Debutó como bailarín en 1831 en Bruselas. Fue primer bailarín en Nantes y Bordeaux, donde creó sus obras iniciales. En París estudió con Augusto Vestris, con quien desarrolló sus habilidades para el logro de un estilo propio, que depuró y personalizó.

Los vínculos de Petipa con España fueron singulares y reconocidos. Su estadía en el Teatro del Circo de Madrid lo aproximó a la cultura y las tradiciones hispanas, que luego recrearía en su labor creativa en Rusia. El conocimiento obtenido se haría presente en buena parte de su más valorada obra coreográfica.

Su debut como primer bailarín en San Petersburgo ocurrió en 1847. El público del Mariinsky demandaba que el ballet girara alrededor de la figura femenina, clara reminiscencia romántica. En ese tiempo acompañó en la escena a tres de las más representativas y celebradas intérpretes: Fanny Essler, Carlota Grissi y Fanny Cerrito. Su primer reconocimiento como creador vendría en 1862 con el estreno de La hija del faraón, multitudinaria y exitosa producción.

A partir de allí comenzaría su desempeño como máxima autoridad de danza en el teatro imperial y su extensa trayectoria dentro de esta institución, que acusó algunas debilidades iniciales: Don Quijote, estrenado en el Bolshoi de Moscú, no tuvo la aceptación general en un primer momento, aunque a la larga se convertiría en uno de sus títulos icónicos. Un espaldarazo vino con La bayadera, especialmente el acto blanco de “El reino de las sombras”, decantada experiencia estética.

Pero la cima coreográfica de Petipa llegó con la colaboración establecida con P. I. Tchaikovsky, que trajo consigo, en la última década del siglo, la triada fundamental del ballet universal: La bella durmiente del bosqueEl cascanueces y El lago de los cisnes –estas dos últimas junto a su asistente Lev Ivanov–, síntesis de los ideales del academicismo en la danza, representados en un formalismo fastuoso, una elaborada composición coreográfica y un decidido acento técnico en la ejecución.

La vasta producción de Petipa contiene otras obras relevantes dentro del contexto del ballet, aunque quizás no tan universalizadas como las anteriormente citadas: PaquitaEsmeraldaEl corsarioRaymondaEl talismánCenicienta, al lado de Ivanov y Enrico Cecchetti, y Arlequinada. Igualmente, sus reposiciones de La sílfideGiselleCoppelia,  permitieron la permanencia de la impronta romántica y posromántica dentro de un ámbito social y cultural distinto.

La era Petipa se extinguió en 1903 con la separación, sin honores, de su cargo en el teatro Mariinsky. Falleció en Gurzuf, Crimea, el 14 de julio de 1910. Su legado fue de algún modo reivindicado por los Ballets Rusos de Diaguilev al versionar El lago de los cisnes y La bella durmiente del bosque, justo en los inicios de la modernidad en la danza.

Marius Petipa como coreógrafo ha sido infinidad de veces abordado –también en el reservado ámbito del ballet académico venezolano– y, en consecuencia, inevitablemente reinterpretado y hasta distorsionado. El interés por su obra no ha disminuido, aún en los inicios del globalizado siglo XXI.


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