La expresión “sincretismo de laboratorio”, rebuscada, contenida en la queja que hace pública un amigo quien resiente se le cuestione –olvida que la política en democracia es escrutinio acre y público–  por ser negociador o partícipe de un reality show en la “catedral” de Santo Domingo, bien vale una consideración de fondo; de la expresión, obviamente, no de la queja por sus galimatías.

Del sincretismo de laboratorio hablo por vez primera en mi libro dedicado a Francisco (La opción teológico-política de S.S. Francisco: Relectura del pensamiento de Jorge M. Bergoglio, EJV, Caracas, 2015) para sintetizar dos locuciones propias de este, quien, por cierto, como Papa, abandona su tarea de facilitación de las negociaciones entre el régimen venezolano y la Mesa de la Unidad Democrática decepcionado. Lo hace convencido, según lo refiere su secretario de Estado, Pietro Parolin, de que carecen de destino.  El régimen de Nicolás Maduro, en efecto, se niega a probar su buena fe para negociar como lo hace a través de su pareja de emisarios: los hermanitos Rodríguez, unidos hasta la muerte desde la UCV. Ni libera presos políticos o los libera como en una suerte de puerta giratoria –salen dos y entran diez– y obstaculiza el ingreso de alimentos y medicinas para la población que desfallece bajo la hambruna.

El llamado sincretismo de laboratorio es lo que anima y explica la postura señalada del papado, y consta originalmente en La nación por construir, de 2005, texto de Bergoglio que reclama rejerarquizar la política en tiempos de globalización y pensamiento único.

Habla, textualmente, de “síntesis de laboratorio” para recordar que en todo diálogo global sus partes han de llegar a la mesa con valores culturales raizales; que deben sostener y defender para que no se les diluya en lo común, pues toda persona o todo pueblo que carece o deja atrás sus raíces es víctima de las presiones y chantajes del presente. Y al término, al asumir otros “valores” sin raíces, como mónadas o lugares comunes, y al dominarles el “sincretismo conciliador” y la puridad nihilista, le hace un fraude a la misma persona, comprometiendo su dignidad inalienable.  

En otras palabras, quien jerarquiza la política sale de su refugio cultural y trasciende, pero avanza desde la cultura de collage hacia la diversidad en la unidad de los valores, que son irrenunciables.

Otra perspectiva, la contraria, es la propia de los políticos de medianía –me refiero a quienes no son capaces de ver el bosque cuando tropiezan con un árbol, lo dice Ortega y Gasset– para los que la política es mero acomodo de realidades. 

Llanamente dicho, quien dialoga y hace sincretismo, transa y divide poder, haciendo retazos lo que no es transable ni divisible moralmente, a saber, los derechos de la persona humana; esos que todo gobierno jamás concede pues no le pertenecen, sino que debe garantizar sin que se le exija o reclame, entre estos, el derecho a la libertad, de no ser perseguido por las ideas, de vivir y de comer y tener salud, de decidir en conciencia y sobre el destino libremente.

No dudo que esta, la realista, ha sido la idea dominante a lo largo de la modernidad e incluso en quienes se dicen hoy cultores de la democracia, eso sí, mientras no asumen el poder, como en el caso de Juan Manuel Santos, en Colombia. Luego, como se ve, otra es la cosa, pues sin complejos se declaran feligreses de El príncipe.

Lo lamentable es que la obra de Nicolás Maquiavelo, alambicada con su formación histórica y la experiencia de un hombre que en su momento supo y conoció el poder hasta en los tuétanos, contiene máximas y enseñanzas que, efectivamente, no son conformes con la ética; esa que los positivistas, los “progres” –como Ernesto Samper y José Luis Rodríguez Zapatero consideran inasible, vacua, abstracta, o maleable a conveniencia.

Mas, siendo esto así, obviemos entonces el juicio de valor y vayamos a la realidad, al dato duro que tanto moviliza a los opositores partidarios venezolanos. Las prédicas que toman del maestro florentino de la ciencia política moderna, en efecto, tienen un contexto preciso y de nada les sirve, como lo creo, a menos que –cabe la duda– solo les incomode el otro Nicolás, Maduro Moros, pero no sus modos de ejercer el poder dictatorial.   

“Entonces considerándose casi todos los Estados de Europa como patrimonios legítimos de ciertas familias, y a sus habitantes como vasallos –que habían renunciado a los derechos de su naturaleza, o no los conocían–, la ciencia política se reducía a enseñar a los príncipes el modo más fácil y seguro de mantenerse en la posesión de sus dominios, justa o injusta, legítima o abusiva, y cómo podrían sacar de ellos todo el aprovechamiento posible, sin peligro de perderlos por la rebelión o resistencia de sus habitantes”, escribe de la obra de Maquiavelo uno de sus exégetas, en 1831.

En esa estamos. Es este el verdadero parteaguas que aún impide la unidad auténtica entre los opositores venezolanos y cuesta resolver, que no sea para resolver sobre las cosas inmediatas, como ir a elecciones en las que no se elige.

Para unos –llamados radicales y hasta violentos– la democracia es votar y elegir; ver respetados cabalmente los derechos fundamentales; decidir en conciencia contando con información y posibilidades de competitividad reales, mediante la libre confrontación de las opiniones, solo posible donde hay medios de comunicación libres y elecciones justas. Es la democracia, en suma, una forma de vida, un estado del espíritu; lo que piden a gritos y merecen los venezolanos.

Para otros, la democracia es voto, así muera la misma democracia a fuerza de votos, bajo el peso de mayorías circunstanciales que se hacen del poder y acallan las voces que disienten y las someten, como lo piensan, legítimamente. Es la democracia del usa y tire, la democracia de casino, del azar, en el que unos ganan y otros pierden.

Quien esto escribe, como Luis Almagro, secretario de la OEA, es un esclavo de los principios. Me importan más los mártires escuderos y las víctimas del narcotráfico que dejarle espacio libre a la satrapía, a la criminalidad internacional, al narcotráfico y al terrorismo, que son los grandes males que hipotecan el destino de la humanidad y ante los que se han rendido, por considerarlos imbatibles, algunos gobernantes contemporáneos, en nombre de la paz.

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