A mis hijas y nietas

El término diáspora es de origen griego. Literalmente significa “esparcir alrededor”; es decir, desconcentrarse y, como consecuencia directa de ello, dispersarse. Es eso lo que ocurre con una cierta comunidad de personas que se ven obligadas, bajo ciertas y determinadas circunstancias adversas, a tener que abandonar dolorosamente su tierra natal y, con ella, su modo de vida, sus tradiciones, sus costumbres y no pocas veces su idioma, en busca de otras tierras, de otras culturas en las que puedan hallar, por lo menos en parte, lo que han perdido o, más bien, les ha sido arrebatado. No obstante, cuando se piensa en una forma precisa de diáspora, casi de inmediato viene a la mente el modelo dado por la imagen bíblica y su consecuente representación del pueblo judío, porque se suele pensar que la noción de diáspora está exclusivamente relacionada con aquella determinada experiencia histórica; es decir, con el brutal atropello cometido contra las casas de Israel y Judá, contra su peculiar modo de ser y contra su fe religiosa.

Es verdad que la religión –o mejor sería decir, la acción de re-ligare– constituye uno de los factores más importantes en y para la cohesión de un pueblo o de una nación. Pero en el caso del que se ocupan las presentes líneas, la referencia no va dirigida a una particular religión o a una etnia, y ni siquiera hacen alusión a una clase social específica. Todo lo contrario, se trata de la diáspora de una sociedad que creció abierta e hizo de la generosidad su mayor virtud, con una población diversa y tolerante, policultural y multirracial, dueña de una enorme variedad de tradiciones, plena de aspiraciones y deseos que, de pronto, por la violencia impune y el lastre del anacronismo impuesto por una banda de ignorantes, parásitos y pistoleros, ha sido obligada a huir de su tierra, una tierra privilegiada y llena de múltiples riquezas que hasta no hace mucho tiempo fue considerada –¡nada menos! – como “la capital del cielo”.

El país que se va yendo con los días, que se va esparciendo y dispersando, es el país mayoritariamente joven y lleno de potencialidades. Es el país productivo. Ese es el que se va: el país formado, el pensante, el cultivado, el generador de riqueza. Poco importa si son altos o bajos, gordos o flacos, negros o blancos, católicos o protestantes, caraquistas o magallaneros. En la otrora “tierra de gracia” la diversidad nunca importó. Solo importaban sus características comunes: el hecho de ser ingeniosos, inquietos, alegremente creativos y estar siempre bien dispuestos. En una expresión, solo importaba ser venezolano.

Con pasmosa premura a Venezuela se le va lo que con tanto esfuerzo venía construyendo: la calidad de su civilidad. Y es que con el pasar de los días ha ido perdiendo la belleza, la bondad y la verdad de otros tiempos, esa mágica fuerza de su Omni trinum perfectum est. Solo que con la misma premura el país va quedando en manos de la impía malandritud, de la perruna barbarie, envuelta en la soledad, la triste penumbra y el miedo, maniatada por la corrupción y la miseria de cuerpo y espíritu. Sometida y exhausta, la Venezuela famélica, que aún sobrevive, guarda en la memoria, no sin nostalgia, los tiempos de gloria y esplendor. Pero ya su memoria falla, no es firme como antes y a ratos se desvanece entre sus canas, mientras hace la interminable cola del cajero para cobrar los crueles centavos del populismo, o mientras recibe las mendicidades del CLAP y opta por el carnet de la patria, para “morir muriendo”, ese sórdido mecanismo del control totalitario. La Venezuela que va quedando hurga en la basura para poder comer y muere de indolencia en hospitales desasistidos y en ruinas. Es un país intervenido por el régimen cubano y saqueado por mafias que expolian sus riquezas minerales. En fin, es el país que ya no se forma, que ya no estudia, y en el que sale menos costoso quedarse en casa que ir al trabajo.

A la diáspora de la inteligencia que ha sufrido Venezuela se le conoce también como la “fuga de cerebros”, de sus catedráticos, científicos e investigadores de mayor prestigio y renombre. Pero en realidad el país no solamente ha presenciado la desconcentración de su “materia gris”, de sus titulares académicos, sino de prácticamente toda su fuerza laboral, de su fuerza de trabajo, desde sus empresarios e industriales, pasando por su mano de obra capacitada, técnica y profesional hasta sus más humildes trabajadores. En nombre del proletariado, el “presidente obrero” y sus compinches de Las Tres Gracias y del Paseo Los Próceres han destruido el único modo posible con el que cuenta un país para generar riqueza y prosperidad: sus fuerzas productivas, su ser social.

En síntesis, en la Venezuela de hoy, bajo la hegemonía cubana, la sociedad civil, ese motor generador y centro neurálgico de la riqueza de una nación a la que el viejo Marx caracterizó como la real estructura económica de la sociedad, ha sido, a punta de bayonetas, obligada a esparcirse, desconcentrarse y dispersarse por el mundo.

Tampoco la estupidez es libre. Enceguecida por la furia del terror religioso, la España de Isabel y Torquemada expulsaron a los “infieles” –moros y judíos– de la península. Matemáticos, médicos, filósofos, ingenieros, arquitectos, banqueros, artesanos, comerciantes, en suma, la “base real” de la estructura económica de su formación social. A partir de ese momento, el imperio español puso las premisas para que, a pesar de su gran poderío y extensión mundial, Inglaterra, poco a poco, llegara a convertirse, primero, en la gran potencia rival y más tarde en la potencia superior, cuna de la revolución industrial. Que Estados Unidos de Norteamérica sea una superpotencia indiscutible no se debe por cierto a las diásporas de su población sino, muy por el contrario, a su capacidad de recibir y concentrar las grandes diásporas de sociedades fracturadas. Las miserias de Cuba tienen su contrapeso en la diáspora cubana, que concentrada en Florida hizo de un pantanal un emporio, la capital cultural de América Latina.

Ha llegado la hora de poner punto final a la destrucción de un país que se atrevió a extender sus brazos a otros pueblos, a otras culturas y supo crecer con sus valiosos aportes. En fin, de recomponer un país que hasta hace poco fue modelo de tolerancia, bienestar y libertad.


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