“Ellos mandan hoy… ¡porque tú obedeces!”. Camus

¿Porque obedecemos? Bertrand De Jouvenel se lo pregunta en un clásico texto intitulado El poder, que recoge sesudas meditaciones sobre la naturaleza de esa relación que obra en todas las relaciones humanas, admitiendo el misterio que envuelve esa respuesta.

Sin pretender profundizar en una muy atractiva, pero compleja temática, recordaré, no obstante, aspectos que la conciernen para asistirme en el intento que hago de comprender la razón por la que seguimos los venezolanos, o al menos muchos, soportando, siguiendo, tolerando un mando envilecido y pernicioso. Confieso que las dudas abundan y las certezas escasean. Pero si no comprendo aún a los que siguen respaldando al chavismo, quisiera al menos entender por qué una mayoría los rechaza, al menos eso dicen las encuestas y sondeos de opinión.

¿Cómo puede un tercio de los venezolanos querer y respaldar que continúe el chavismo al frente de la gestión de los asuntos públicos? ¿Cómo justifican racionalmente apuntalar un desastre que los ha llevado a la ruina y a la indignidad, los desfiguró, los convirtió en zombies políticos, los deviene a ellos y a los conciudadanos todos en viajeros desarraigados, como evoca genialmente el francés Bruno Catalano en su más famosa escultura?

La semana pasada, un venezolano de excepción, Oscar Pérez, y otros compañeros de lucha resultaron muertos luego haber declarado su rendición y estar acompañados por una mujer embarazada y un niño de 10 años de edad. De nada valió ese alegato. El piloto de helicóptero y policía protagonizó una secuencia de desobediencia además de rebeldía, pero advirtió y negoció su entrega no siendo, inexplicablemente, aceptada. Pareció ese final hórrido un acto de ejecución extrajudicial, y así un delito que constituye también un crimen de Estado como lo llamaría alguna doctrina que suele explorar para descubrir en las acciones de los cuerpos de seguridad o militares elementos irracionales, excesivos, abusivos y crueles, pero además y especialmente prevalidos de ventajas instrumentales en cuanto a armamento y una atmósfera de impunidad cubriendo a los ejecutores. El asunto es tan delicado que la Comisión de Derecho Internacional Público de la Organización de Naciones Unidas y varios relatores no han terminado por acordarse sobre cómo tipificarlo, aunque paralelamente tenemos a la Corte Penal Internacional que debería, sin embargo, iniciar la investigación para encausar a quienes han venido cometiendo innumerables delitos contra la persona humana en la piel, en la osamenta, en el espíritu de los disidentes venezolanos.

Operó, al igual que aquel mediodía y aquella media tarde del 11 de abril de 2002, por cierto, una dinámica sórdida, ominosa, vergonzosa. Rodeados desde la madrugada los insurrectos, el poder pudo y debió meditar largamente su conducta frente al evento en ciernes y conscientemente, deliberadamente, dolosamente decidió y actuó como lo hizo. Cuando hablamos del poder nos referimos a los dignatarios civiles y militares involucrados que no han vacilado en reconocer su participación. El gobierno, el Estado chavista, la clique ideologizada sin pudicia alguna asumieron esa responsabilidad.

Oscar desobedeció, desafió al poder con su conducta, pero antes, y por eso se comprende su actitud, el gobierno violó la Constitución y la ley e instauró un régimen de facto que, desconociendo los más elementales derechos humanos, se entroniza en la cúpula formal, a costa de centenares de asesinatos, tal vez miles de heridos, millones de ciudadanos desplazados, forzados, abusados durante casi dos décadas de disparatado exabrupto fundado en un ejercicio de ideologías superadas y con el único y exclusivo propósito de mantenerse en el poder. Frente a ese mando espurio insurgió Oscar, con el derecho de procurar el restablecimiento de la constitucionalidad y de acuerdo con el artículo 333 de la CRBV en concordancia con el artículo 350 ejusdem.

He allí la tragedia venezolana. Fijémonos bien: el chavismo golpista no dejó de ser lo que fue y será, por haber sido elegido, y aun en supino acto soberano, encomendándoseles el gobierno. El difunto juró en vano, frente a Dios y ante la que llamó Constitución moribunda, y mantuvo su contumacia, su quebrantamiento del Estado de Derecho, solo que lo hizo incluso contra la Constitución que a su propuesta y la de su constituyente aprobó entre el cataclismo de la naturaleza el incauto pueblo venezolano. Sus epígonos solo han seguido su ejemplo y edificado en paradigma la desconstitucionalización. Asociaron a la experiencia a los ingenuos pobres y a los fariseos militares mezclando populismo y militarismo.

El producto civilizatorio más importante, probablemente, que recoge la evolución cultural y antropológica es el respeto a la dignidad del ser humano y a sus derechos que la hacen tangible, pero correlativamente, esa fragua ha contado con un instituto social fundamental, el acatamiento de la ley. No obstante, suelen ser afines, próximos, parientes esos derechos humanos y los actos normativos ofreciendo en consecuencia seguridad y libertad.

Pero cuando para asegurar ese desempeño existencial digno y libre se opone la persona humana ciudadana al poder que usa la ley para oprimir o la desnaturaliza, como nos enseña Rinesi, estamos ante la tragedia con el cargo brutal que se traduce en desequilibrio ético y moral y desde luego en deslegitimación del poder. Sófocles nos enseñó con Antígona y Creonte la imposibilidad de diálogo fructífero entre posiciones irreconciliables como las que sirven de base al argumento de la dignidad y aquella otra que se sostiene en la violencia.

Venezuela vive una tragedia por cuanto la opción republicana de soberanía y poder articulada en los principios democráticos está siendo tergiversada, enervada e impedida. Si el poder actúa sin control social corporativo, deriva irremediablemente en tiranía, desagrega su thelos republicano, desvaría. Eso explica la debacle económica de las finanzas públicas y la anemia económica que nos compromete cada vez más. Son las resultas de la estolidez y el cinismo de la ignara e irresponsable clase política gobernante. Peor incluso: ese poder vacía la institucionalidad y la despoja de su mérito fundamental, la de servir a la sociedad en el orden de sus naturales prestaciones la hace vacua, fatua, inútil. El Estado chavista es un poder salvaje. Y frente a ese energúmeno público no cabe sino una auténtica oposición popular cuyo componente esencial son los dos tercios de venezolanos que saben que esto tiene que cambiar y que persisten en sustituirlo. Tal vez tome tiempo, pero es la estrategia correcta.

¿Cómo lo haremos? No quiero especular más, pero creo saber lo que no conviene hacer. De un lado, confundir por amargura y frustración al prójimo político como si fuera el adversario y llenarlo de denuestos por pensar distinto. Lo estamos haciendo morbosamente en las redes y eso claramente no nos ayudará. De otra parte, tampoco servirá jugar, participar de un juego contaminado, manipulado, trucado. Partamos de allí para hacer lo que sea menester forjar y, en mi modesta opinión, es hora de metabolizar las equivocaciones y seguir la lucha. Recomenzar y corregir está lejos de ser, perder el tiempo.

[email protected],


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!