De tanto debatir sobre la bendición o la maldición que puede haber significado el petróleo para Venezuela, la discusión central –sobre todo la que mira hacia el futuro– parece haber perdido foco. El tema petróleo tiene, ciertamente, su propia lógica y su propia complejidad, y lo que ocurra en ese mundo inevitablemente afecta a Venezuela. De lo que se trata es, sustancialmente, de definir qué país queremos ser y, solo dentro de esa perspectiva, cuánto debe significar el petróleo para su consecución.

Hay sobradas razones para pensar que el petróleo perderá peso en el futuro. Razones económicas, desde luego, pero muy especialmente ecológicas y tecnológicas. Las ecológicas primero, cada vez más exigentes a medida que se acrecienta la conciencia mundial sobre el daño al ambiente y los países toman medidas para reducirlo o compensarlo. Y las tecnológicas, visibles y determinantes, por los avances crecientes en el aprovechamiento de otras fuentes de energía, una mayor eficiencia energética como norma y la concreción de nuevas alternativas que reducen el uso de los hidrocarburos. ¿Qué representa, por ejemplo, la tendencia que podría traer como consecuencia, en breve, la obsolescencia de los motores de combustión, que sostienen más de 60% del consumo de hidrocarburos?

Visto desde la perspectiva contraria, y también al impulso de la investigación y de la innovación, no deja de ser importante considerar el espacio que se abre para el aprovechamiento de los hidrocarburos en nuevos desarrollos en los campos de la química y la petroquímica, la producción de plásticos y fertilizantes, la medicina, la industria textil, la de la construcción y otras. El petróleo seguirá teniendo, sin duda, uso y valor. Corresponderá a los productores innovar y reinventarse. Algunos lo están ya haciendo. Quienes no lo hagan verán llegar el futuro más como quimera que como oportunidad.

El problema de Venezuela, en el futuro, no será el volumen de reservas petroleras de que dispone sino su capacidad para usarlas productivamente y para convertirlas en factor dinamizador de su economía. La pregunta es cómo insertar el factor hidrocarburos en la visión del país posible y deseable. Ya no se trata solamente de acabar con la condición de país rentista, extractor de recursos naturales y exportador de materia prima, sino de definir un modelo que impulse el desarrollo humano, económico y social en libertad. Se trata de pensar en un futuro en el que cuenten los recursos naturales, pero en donde cuenten sobre todo las personas, su capacidad de hacer, de emprender, de producir. Se trata de un modelo que entienda las realidades económicas y que se afirme en valores como la propiedad, la libertad, la justicia, y en herramientas como la educación, la tecnología, la innovación.

La comparación entre países exitosos y países que fracasan ilustra hasta la evidencia la importancia del modelo a escoger. Tenemos viva la experiencia de un modelo fracasado, sostenido en los controles, el centralismo, la hegemonía del poder político, la explotación centralizada de los recursos, el rentismo y el uso de la renta para el control social. Y somos testigos de países que progresan sobre los fundamentos de la apertura a los mercados, del intercambio, de la cooperación, del desarrollo tecnológico, de la agregación de valor, del impulso a la creación y a la productividad.

En los tiempos que corren es imperativa la reflexión sobre una dimensión de futuro. El nuevo liderazgo debe alcanzar ese propósito. En el caso venezolano el futuro no estará comprometido porque falte petróleo, ni siquiera porque se reduzca su importancia en el mercado; será, más bien, por falta de visión y de modelo. Es infortunado que el fracaso del modelo actual no haya sido suficiente para provocar su rectificación. La negación a hacerlo por parte de quienes lo sostienen se explica en parte por su incapacidad para ver con dimensión de futuro. Los ciudadanos, sin embargo, tienen razón de reclamar la obligación de animar una reflexión sobre el país que queremos ser y sobre el camino para llegar a él.

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