I

La relación entre la “buena gobernanza” y el nivel de ciencia que posee un país no siempre ha sido un asunto fácil de analizar y mucho menos de medir, dada la complejidad de los elementos que integran las capacidades científicas, tecnológicas y de innovación, y su conexión con el impacto económico y productivo nacional. No obstante, existe una marcada tendencia a medir la buena gobernanza por el crecimiento comercial, lo cual podría reflejar la importancia de la capacidad de innovación nacional. Y aunque América Latina experimentó un crecimiento económico en buena parte de este comienzo de siglo, no puede uno con certeza afirmar que este haya sido el producto del desarrollo y fortalecimiento de la capacidad innovativa de la región, o de una mayor calidad de sus instituciones académicas y científicas y de su relación con la demanda de conocimiento localizada en el sector productivo. 

Por lo tanto, es atrevido pensar que la relación comercio-ciencia ocurre cuando existe crecimiento económico.

II

Si uno analizara la buena gobernanza tomando como punto de referencia el gasto del sector público y algunos componentes relacionados con la inversión en ciencia, tecnología e innovación, obtendría múltiples valoraciones, las cuales evidenciarían un conjunto de contradicciones de las políticas gubernamentales y sus pretensiones de crecimiento económico. Incluso esto alude a los países con las mayores capacidades innovativas del mundo.

Los diferentes estudios sobre el nivel de gasto público en América Latina reflejan que este se constituye en un poco más de 30% del PIB, comparado con el que poseen los países de la OECD (más de 41%). Hasta 2016 se observa que algunos países aumentaron desde el año 2007 el empleo público (Argentina, República Dominicana, Uruguay, Venezuela) y otros lo disminuyeron (México y Colombia). La región posee un nivel de empleo público entre 12% a 14% en comparación con el 23% a 25% de los países de la OECD. 

Analizando casos más concretos, según cifras oficiales, puede uno observar que de los 7,4 millones de habitantes del Ecuador solo 9% pertenece al sector público, por lo que se ubica entre los países con menor gasto público de la región; Brasil posee, lógicamente, la mayor cantidad de empleados públicos, con más de 11 millones de personas. Argentina, por su parte, incrementó el empleo público en los últimos años en 17,9%. Casi 1.700.000 empleados asalariados son contabilizados en el Sistema Integrado Previsional argentino.

Otros casos relevantes son el de Venezuela, Colombia y Uruguay. El primero, posee una cifra de incremento del sector público que, según analistas del tema, podría estar hasta 2015 cerca de una contratación de empleados públicos de 300 personas diarias. El segundo, si bien es cierto que posee uno de los gastos públicos más bajos de la región, es el que más privilegia al sector militar por encima del sector de educación. De 54,2% de los gastos financiados por el gobierno, 12,8 billones se corresponden al sueldo de más de 260.000 empleados de las fuerzas militares y 178.000 integrantes de la policía en comparación con los menos de 300.000 educadores públicos. El tercero, Uruguay, que posee una población de menos de 3.500.000 habitantes es uno de los países de la región que en proporción posee el mayor número de empleados públicos, superado apenas y por unas décimas por Venezuela y Argentina. Según los datos arrojados por la ONSC, 16,5% de la población activa uruguaya trabaja para el Estado. Pero a diferencia de Colombia, 35% de los vínculos laborales con el Estado son en seguridad pública (11,3%) y en defensa (10%).

III

Observemos otras cifras: en Ecuador, el INEC calcula que 1,59 personas por cada 1.000 habitantes es un científico. Hasta el año 2016 se contabilizaban casi 11.500 investigadores en ese país. Argentina posee en promedio 5; Brasil, por encima de 3, y Costa Rica, con más de 4 científicos por habitantes. También están Uruguay, con 1,48; Chile, con 1,27. Asimismo, se observan cifras como las de Trinidad y Tobago, con más de 1,50, y Puerto Rico, con más de 3 científicos por habitantes. Países como Guatemala, Honduras, Salvador y Panamá apenas rondan 0,5% en algunos casos y en otros casos no se supera esa cifra.

Aun con las reservas que estos números generan, es evidente que no son muchos los países de la región que poseen más de 1 científico por cada 1.000 habitantes. Cifras más amplias reflejan que estos países no alcanzan a 400 científicos por millón de habitantes, a excepción de Argentina, Brasil y Costa Rica que tienen 700 científicos por millón de habitantes.

El mundo reporta que la economía necesitará cada vez más de científicos que de empleados públicos integrantes de la nomina tradicional presupuestaria de la nación; y que se requerirá poseer más de 1.000 científicos por millón de habitantes para responder a los retos de la nueva economía regulada por la innovación. Esto vale, incluso, para los países científicamente más avanzados donde la proporción de investigadores es alta, como es el caso de los países escandinavos, especialmente Dinamarca. Este país posee más de 7.300 investigadores por millón de habitantes, pero también existe una nómina alta de empleados que dependen directamente de la nómina del Estado calculada aproximadamente en 30%. Lo mismo ocurre en países como Noruega y Suecia. No menos importante es la nómina del Estado que se observa en países como Francia (22%), Reino Unido (18%), Italia y España (por encima de 14%) y Alemania (10%).

Uno debe interpretar con cautela los datos del gasto del sector público en estos países. Allí cohabita la innovación como imperativo de convivencia y de futuro. Saben estos países que Europa requiere por lo menos 1 millón más de científicos, si desean dedicar 3% del PIB a la I+D y si desean cumplir con los grandes objetivos científicos y tecnológicos propuestos.

La buena gobernanza tiene un imperativo que pareciera ir más allá de tener un Estado pequeño o un Estado grande. La buena gobernanza supera las expectativas de un Estado que invierta más en ciencia y tecnología. Pareciera que la buena gobernanza la irá definiendo el aporte real y concreto que el conocimiento haga para resolver los problemas económicos, de exclusión y de desigualdad social que proliferan.


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