Situado en la cornisa entre la Ilustración y el Romanticismo, Bolívar vivió a fondo sus delirios mesiánicos sin dejarse vencer a la hora de su muerte, no obstante, por el enceguecedor fanatismo mesiánico. Aunque devorado por la fiebre y consumido por la tisis, murió a los 47 años perfectamente consciente del abismo que había cavado febrilmente con sus manos, perfectamente en claro de los inútiles combates en los que fuera entregando sus fuerzas y sus bienes y claro respecto del espanto al que le abriera las puertas a toda la región con su inagotable voluntarismo y su decisionismo a ultranza: apasionado, ambicioso, sediento de gloria, calculador, egotista, implacable. 

Ni Alejandro Magno ni Napoleón, ni ninguno de los grandes generales de la modernidad libraron tantas batallas ni recorrieron tantas distancias de insufribles travesías por cadenas montañosas, valles inconmensurables y ríos tormentosos. Cumpliendo con homérica perfección una anticipación de lo que el cubano Alejo Carpentier definiera siglo y medio después como “realismo mágico”: intercambiar una realidad implantada tras tres siglos de esfuerzos positivos en la mayor hazaña colonizadora de la historia por una ficción ilusoria y devastadora. ¿Cuántos cientos de miles de víctimas mortales causaron sus ambiciones de poder y gloria? ¿Cuánta devastación causó al frente de sus llaneros salvajes? ¿Cuántos crímenes prohijó alimentando la más trágica y espantosa experiencia bélica vivida en Venezuela, “su guerra a muerte”? De la que hoy, dos siglos después, vivimos una tramposa y mísera reproducción. En su nombre.

Se escribe y no se le da crédito. Son cientos de miles de almas las devoradas por el ciclo de guerras que comienzan en 1811 y culminan en 1864, con la Guerra Federal. La mitad de la población venezolana, calculada a comienzos de la conflagración en 800.000 pobladores. Desangrados en los combates cuerpo a cuerpo, atravesados por lanzas y degollados por machetes, abandonados en lazaretos consumidos por las fiebres, las pestes, el hambre, una catástrofe telúrica y la desesperación. Quien conozca las imágenes de la guerra, de Goya, puede hacerse una idea de los empalados, los descabezados, los despellejados, fritos y quemados por las hordas salvajes que perseguían el sueño desconocido de sus ilustres jefaturas. Todos rendidos a la épica y gloriosa narrativa imaginaria de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad. ¿Cuántos combatientes  de uno y otro bando, cuántos ciudadanos cayeron en los cinco países sometidos a las guerras empeñadas por sus hombres y sus aliados para imponer el fin del dominio colonial y el dudoso comienzo de las repúblicas, tan imaginarias como las utopías que prometían? En la invidente memoria de Jorge Luis Borges resuenan los combates de las caballerías, el fragor seco y chispeante de los cascos y el ruido silencioso de los sables que se afilan trenzados en una feroz carnicería que tiene lugar en ese tiempo detenido en los gélidos y escarpados pasillos andinos de Junín y Ayacucho.  

Poco tiempo después del fulgor de esas batallas, en Quito, Ecuador, mientras detiene el curso de su incansable activismo revolucionario para responder su nutrida correspondencia –son miles las cartas que dictara a sus secretarios o escribiera de su puño y letra, dejando el testimonio de su incansable quehacer y sus gigantescas preocupaciones, pues se había echado literalmente un mundo encima– escribe un artículo para un periódico ecuatoriano dando cuenta de la situación al día de las repúblicas independizadas. Lo tituló “Una visión de la América española”, ocultando su autoría para expresarse con total libertad y no herir susceptibilidades. El panorama que describe es apocalíptico. Su síntesis, a meses de su agravamiento y muerte, de una objetividad estremecedora: “Empezaremos este bosquejo por la República argentina, no porque se halle a la vanguardia de nuestra revolución, como lo han querido suponer con sobra de vanidad sus mismos ciudadanos, sino porque está más al sur, y al mismo tiempo presenta las vistas más notables en todo género de revolución anárquica…Los pueblos se armaban recíprocamente para combatirse como enemigos: la sangre, la muerte y todos los crímenes eran el patrimonio que les daba la federación combinada con los apetitos desenfrenados de un pueblo que ha roto sus cadenas y desconoce las nociones del deber y del derecho, y que no puede dejar de ser esclavo sino para hacerse tirano…Seamos justos, sin embargo, con respecto al Río de la Plata. Lo que acabamos de referir de su país no es peculiar de este país: su historia es la de la América española. Ya veremos los mismos principios, los mismos medios, las mismas consecuencias en todas las Repúblicas, no difiriendo un país de otro sino en accidentes modificados por las circunstancias, las cosas y los lugares.(1)

¿Para obtener esos efectos haber derribado tres siglos de implantación colonial y desarrollo de una cultura que había echado raíces y cosechado maravillosos frutos? Veamos: “En ninguna parte las elecciones son legales: en ninguna se sucede el mando por los electos según la ley. Si Buenos Aires aborta un Lavalle, el resto de la América se encuentra plagado de Lavalles. Si Dorrego es asesinado, asesinatos se perpetran en México, Bolivia y Colombia…Si Puyrredón se roba el tesoro público, no falta en Colombia quien haga otro tanto. Si Córdoba y Paraguay son oprimidos por hipócritas sanguinarios, el Perú nos ofrece al general La Mar cubierto con una piel de asno, mostrando la lengua sedienta de sangre americana y las uñas de un tigre. Si los movimientos anárquicos se perpetran en todas las provincias argentinas, Chile y Guatemala nos escandalizan de tal manera que apenas nos dejan esperanzas de calma. Allá Sarratea, Rodríguez, Alvear, fuerzan su país a recibir bandidos en la capital con el nombre de libertadores; en Chile, los Carrera y sus secuaces cometen actos semejantes en todo. Freire, Director, destruye su propio gobierno y constituye la anarquía por incapacidad para mandar; y por lograrlo, comete con el Congreso violencias extremas… ¿Y cuál es el atentado de que es inocente Guatemala? Se despojan las autoridades legítimas, se rebelan las provincias contra la capital; se hacen la guerra hermanos con hermanos (por lo mismo que los españoles les habían ahorrado ese azote), y la guerra se hace a muerte; las aldeas se baten contra las aldeas; las ciudades contra las ciudades, reconociendo cada una su gobierno y cada calle su nación. ¡Todo es sangre, todo espanto en Centroamérical» (2)

Lo escribe y no se cree, como si él no hubiera sido el principal responsable de ese delirante viaje al corazón de las tinieblas. “He arado en el mar”, confesaría luego y en un alarde de sublime irresponsabilidad recomendaría que quien no soportara las tiranías que él mismo había invocado mejor haría en salir huyendo. ¿Para eso la Independencia, para salir huyendo? Los últimos coletazos de sus delirios, que lúcido y extraordinariamente talentoso como fuera supo predecirlos con lacerante premonición –“Si algunas personas interpretan mi modo de pensar y en él apoyan sus errores, me es bien sensible, pero inevitable: con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el texto de sus disparates…”, le escribiría al joven Antonio Leocadio Guzmán desde Popayán, el 6 de diciembre de 1829, a un año de su muerte– han obligado a 4 millones de venezolanos a seguir su consejo. Esas personas, Chávez y una Venezuela enloquecida, han hecho de nuestro país un pantano de iniquidades. Todo en su nombre, el sagrado nombre de Bolívar.(3)

(1) Una visión de la América española, en Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, págs. 280. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1976.

(2) Ibídem.

(3 ) Simón Bolívar. Obras completas, Tomo II, Págs. 836 y 837. La Habana, Cuba, 1947.


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