A José Rafael Herrera 

Los chavistas pueden decir misa: no hubo en el pensamiento o en la acción de Bolívar ni un atisbo de “revolución social”, ni un ápice de lucha de clases. Ni siquiera igualitarismo, como proclaman los historiadores de proveniencia marxista. Nadie más lejos que él de un teniente coronel inculto, zafio, felón y malhechor como Hugo Chávez Frías. De un frío asesino serial como el Che Guevara o de un calculador intrigante y desalmado como Fidel Castro. Como que Marx se vio en la obligación de tratarlo como a un aristócrata presumido, caprichoso, liviano de cascos y rumboso, carente de toda grandeza, mal soldado y caudillo de vieja hornada, sin ninguna trascendencia en la historia de la humanidad.  Se equivocaba, pero tampoco le faltaban razones. Bolívar se había hecho a la vida como un señorito cortesano. Llevando a pesar de su extrema juventud y sus aires de privilegio un fondo espiritual profundo y creativo, osado y ambicioso, latino, hispano y magnífico, de cuyo rigor peninsular provenía su estirpe, que un observador alemán, judío emancipado y hegeliano como Marx, jamás hubiera comprendido. Es el contexto espiritual de la tragedia independentista, que nos signa hasta el día de hoy a todos los latinoamericanos.

De allí que ya comenzando a ser quien sería, el más grande de los nacidos en el continente en todos sus tiempos, sus hombres, desde Páez hasta sus generales y edecanes, lo trataran como a un emperador. Fue, se crió, vivió, amó y murió como un mantuano rico y poderoso, portentoso en ambiciones, culto como ningún otro político en la historia del siglo XIX  venezolano, rico en hechos de armas y de amores, católico, apostólico, romano en la teoría y en la práctica, fiel a sus orígenes nobiliarios, observante y respetuoso de su formación religiosa hasta en los momentos de sus habituales calaveradas. Cuenta Luis Perú de Lacroix, primera víctima de la maldición de Bolívar, como que se suicidó en París en la mayor miseria y en la más absoluta pobreza siete años después de que muriera aquel de quien fuera el primer edecán, en su conmovedor Diario de Bucaramanga: “Hoy domingo (14 de mayo de 1828) el Libertador fue solo a misa, contra lo ordinario, porque siempre nos mandaba llamar para acompañarlo, cuando no estábamos en su casa. Desde que se halla en Bucaramanga no ha dejado un día de fiesta de ir a la iglesia, y el cura tiene destinado a un padrecito, muy expedito para decir la misa a la que asiste S.E. No hay hora fija para ella; antes o después del almuerzo, según quiere el Libertador; y esa misa es siempre muy concurrida, porque todos quieren ver a S.E.; vienen muchos campesinos con ese único objeto”.

Lector de la Enciclopedia y fiel producto del Siglo de las Luces, no dejó por ello de ser un mantuano caraqueño. Aristócrata y observante. Fiel a sus ancestros, a la nobleza y a la Iglesia. Figura más contradictoria, imposible. Que a pesar de todos los pesares, y según propia confesión por causa exclusiva de su temprana viudez, terminaría convertido en un gran guerrero y un político de fuste, es un hecho. “La muerte de mi mujer me puso muy temprano en el camino de la política; me hizo seguir después el carro de Marte en lugar de habérmelas con el arado de Ceres: vean, pues ustedes si influyó o no sobre mi suerte” – le confiesa a Perú de Lacroix y a Bedfor Wilson, sus edecanes –por cierto: ninguno de ellos venezolano o colombiano–, durante un paseo a caballo después de almorzar en su quinta de Bucaramanga. “Oigan esto”, prosigue. “Huérfano a la edad de diez y seis años y rico, me fui a Europa, luego de haber visto a Méjico y la ciudad de La Habana: fue entonces cuando en Madrid, bien enamorado, me casé con la sobrina del viejo Marqués del Toro, Teresa Toro y Alaiza: volví de Europa para Caracas el año de 1801 con mi esposa, y les aseguro que entonces mi cabeza solo estaba llena de los vapores del más violento amor y no de ideas políticas, porque estas no habían todavía tocado mi imaginación: muerta mi mujer y desolado con aquella pérdida precoz e inesperada, volví para España, y de Madrid pasé a Francia y después a Italia: ya entonces iba tomando algún interés en los negocios públicos, la política me interesaba, me ocupaba y seguía sus variados movimientos”. Eso fue todo. Era un diletante suramericano, acongojado y multimillonario.

Pero la razón de su vida no era la política ni la independencia de América, que torturaba desde hace largos años la imaginación y los sentimientos de Francisco de Miranda, independencia a la que el Generalísimo había decidido dedicarle su vida entera. Es más, mientras Bolívar se deslumbra asistiendo de turista a la coronación de Napoleón en París y en Milán, Miranda, librado de ser decapitado en París ya al borde de la guillotina por participar de la Revolución francesa, avanzaba los preparativos para invadir Venezuela y se juega su vida y la de sus hombres, perdiendo una buena docena de ellos en las horcas españolas, al desembarcar su expedición libertadora en las costas venezolanas. “Vi en París, en el último mes del año de 1804, el coronamiento de Napoleón: aquel acto o función magnífica me entusiasmó, pero menos su pompa que los sentimientos de amor que un inmenso pueblo manifestaba al héroe francés; aquella efusión general de todos los corazones, aquel libre y espontáneo movimiento popular excitado por las glorias, las heroicas hazañas de Napoleón, vitoreado, en aquel momento, por más de un millón de individuos, me pareció ser, para el que obtenía aquellos sentimientos, el último grado de aspiración, el último deseo como la última ambición del hombre…Esto, lo confieso, me hizo pensar en la esclavitud de mi país y en la gloria que cabría al que lo libertase; pero cuán lejos me hallaba de imaginar que tal fortuna me aguardaba!”[1]. Miente, como solía hacerlo, para mejor pulir su escultura viviente. O el juramento del Monte Sacro es una patraña inventada por Simón Rodríguez.

Sin embargo, la confesión tiene una extraordinaria importancia. Pues une indisolublemente dos hechos cruciales en la vida del Libertador que marcarán a sangre y fuego su destino: la muerte de la joven mantuana Teresa, su esposa, de la que estaba profundamente enamorado y que hasta entonces había sido la única razón de su vida, dejándole un vacío espiritual irreparable, tras un absoluto desinterés por lo que será luego la razón fundamental de su existencia: la política, la guerra, la dictadura y la construcción de un imperio: la independencia de Venezuela, la construcción de la Gran Colombia y, desde ella, la fundación de los Estados Unidos de América del Sur. Napoleón no se hubiera conformado con menos. Un entrelazamiento del destino que pasa por el motivo fundamental de su admiración por los fastos de la coronación de Napoleón, que no es la corona como tal, a la que desprecia, sino el desbordante amor de las masas por un héroe que en su imaginación, seguramente, aparece como un sucedáneo alcanzable y trasmutado a la enésima potencia del amor perdido. El amor carnal, inmediato, placentero, del que disfruta tanto como puede y en cualquier circunstancia, convertido en un amante clandestino siempre al acecho del placer, efímero y fugaz, con el que satisface su egolatría cotidiana, y el amor de multitudes, el amor abarcador, sin límites ni fronteras, aclamador, napoleónico que perseguirá durante el resto de su vida con una tenacidad, un valor y un coraje incansables. Único elemento parangonable con los delirios megalómanos y narcisistas de un Hugo Chávez o un Fidel Castro.

Una ambición devoradora e inextinguible que es, al mismo tiempo, un arma de doble filo, pues comienza con un humillante fracaso militar, prosigue con una horrenda traición, para alcanzar las cimas de la fortuna y la gloria universal y venir a caer, ya casi al fin de su corta vida, en la sima del despecho y la desesperación, una vez que los emancipados tras sus hazañas le vuelven las espaldas y deciden acometer el futuro sin su presencia salvífica. Contrariando absolutamente su estrategia imperial. Son el cenit y el nadir del que habla Salvador de Madariaga. Pues lo que se trasluce en el Diario de Bucaramanga, “esas páginas saturadas de pesimismo desesperante” y “esas frases tan tremendas y tan amargas” –como lo destacan algunos críticos– es que “no hay un testimonio de la época más revelador del ámbito moral y político que rodeó a Bolívar en determinadas circunstancias de su asombrosa existencia, como éste de su permanencia en Bucaramanga, por los días en que los letrados de la Nueva Granada se proponían forjar en Ocaña la efigie de una República que no era la que Simón Bolívar había soñado. Las discrepancias entre bolivarianos y santanderistas habían empezado años atrás, tal vez desde los días en que el malhadado empréstito de 1823 desató en el país inmensas oleadas de difamación, que iban en un sentido y en otro, arruinando reputaciones y creando atroces resentimiento. La convención de Ocaña fue el puerto de los infortunios, donde esas olas turbias de la política se encontraron para producir el derrumbe de la Gran Colombia”. Era el colmo de la tragedia: la convención de Ocaña seguía como en una automática y concatenada serie de desastres, los pasos de la convención de Valencia. Bolívar era acuchillado moral y políticamente por sus dos principales generales: el venezolano Páez y el colombiano Santander. Y las dos fuentes de su gloria: Venezuela y Colombia.

“Para los días de la Convención de Ocaña y de la permanencia de Bolívar en Bucaramanga el encono político había desquiciado en el país no sólo las instituciones, como lo prueba el hecho de haberse convocado inconstitucionalmente esa misma asamblea para reformarlas, sino el propio equilibrio espiritual y mental de quienes tenían en esos momentos a su cuidado el orden social, la paz pública, los derechos ciudadanos y las particulares relaciones entre los colombianos de uno y otro partido”[2]. Esta afirmación del historiador colombiano Jaime Duarte French puede ser aplicada sin cambiarle una coma a los sucesos de la Convención de Valencia.

Los hechos relatados en el Diario de Bucaramanga, de Perú de Lacroix, escrito al pie del Libertador a lo largo del mes de mayo de 1828, dan cuenta de la tragedia de Bolívar y las trágicas consecuencias de su obra. La maldición se le devolvía, como un bumerán, para golpearlo en pleno rostro. Lo muestran en el fondo de su desesperanza ante la inutilidad de su homérica hazaña. De esos mortales polvos, estos horrendos lodos. La tragedia no ha culminado.

[1] L. Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga, Editorial América, Madrid, 1924, Págs. 98 ss.

[2] Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga, Edición acrisolada por Mons. Nicolás E. Navarro, Bogotá, 1978, Págs. XXIV y XXV.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!