Miguel Brascó decía que el malbec es ese muchacho buena onda siempre dispuesto a todo.

Cahors, en el suroeste de Francia y justo al sur de los grandes viñedos de Burdeos, es  la tierra madre del malbec, llamado por ellos auxerrois y que antiguamente dominó esta región vitivinícola, tanto que su producción llegó a ser más vendida que la de los vinos del Médoc. Hoy se confecciona para consumirse fresco y joven, y una arraigada tradición en Cahors trabaja el malbec para producir vinos de color muy oscuro –vinos “negros” los llamaban antaño–, tánicos, ácidos, agrestes, muy frutales. Los de mejor estructura evolucionan en botella rápidamente y, según algunos, llegan a parecerse por su carnosidad y frescor a los buenos Saint-Emilion. Es utilizado también como parte de cortes para las mezclas en otras D. O. de Burdeos, justamente para aportar color y extracto al vino. España, en la Ribera del Duero y el Priorat, ha adoptado al malbec para ser complemento muy importante de vidueños como el tinta de toro, el garnacha o el cariñena. La verdad es que suelos muy pobres y climas muy calurosos, conforman el ecosistema ideal donde esta variedad se siente cómoda y a sus anchas. Argentina ha hecho del malbec su estandarte y es su principal país productor en el mundo. En el siglo XIX llegó a los desiertos de Mendoza y se aclimató perfectamente. Cepa noble y ruda, en pagos de todas las extensas 141.000 hectáreas que comprenden sus viñedos y en altitudes que van de los 500 a los 1.000 y tantos metros sobre el nivel del mar y donde existen importantes amplitudes térmicas entre el día y la noche, el malbec se desarrolla y crece sin mayor preocupación. El malbec, con cuidados mínimos, hace posible resultados por lo general aceptables y correctos. En fin, cepa amigable y versátil a la hora de comer, y si está bien trabajada, es alternativa valedera cuando se buscan otros sabores y nos queremos liberar de la opresión del cabernet sauvignon.


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