No es el título de una novela de Charles Dickens, Víctor Hugo o Fiódor Dostoievski, que bien podrían habernos dado otros títulos perfectamente aplicables al caso: Grandes esperanzasLos miserablesCrimen y castigo. Que lo que le sucede a Venezuela es digno del regreso al futuro del siglo XIX, que diera vida a esos grandes novelistas. Y a  nuestros dictadores, déspotas y tiranos. Rescatados por Joseph Conrad en la figura de Guzmán Bento, el tirano de Costaguana en Nostromo. Hoy reciclados y tan de moda en la región. Pero es que no recuerdo otro caso de vagabundería –término propio del argot, la moral y la picaresca política venezolanas– más flagrante y folklórico, de consecuencias más trágicas y vergonzosas como la que nos ha traído al peor descalabro de la historia de la sedicente Costaguana venezolana. Una vagabundería nada espontánea, insólita o inesperada, planeada y ejecutada con frialdad criminal y a perfecta conciencia de los objetivos planteados por la tartufesca complicidad de unos y otros: permitir la sobrevivencia de la dictadura y su parapeto electorero, garantizándole su eventual transición hacia la tiranía totalitaria. Con o sin un posible interludio de sexta república o una trémula democracia de los tartufos. Un contubernio MUD-PSUV. ¿Juego de arcanos, complicidad de estafadores o argucias de la historia?

           

El término “vagabundería” figura en el Diccionario de Americanismos de la Real Academia como de uso corriente en Venezuela y Panamá: “Corrupción o tráfico de influencias”. En República Dominicana, como “desvergüenza, insolencia”. La ofensa al buen tino, a la integridad, a la decencia y la carencia de respeto de las autoridades de todos los bandos escenificado en Venezuela este pasado 15 de octubre no puede encontrar otra categoría explicativa que el de “vagabundería”, pues en dicho evento actúan de consuno la corrupción, el tráfico de influencias, la desvergüenza y la insolencia. Sólo falta la clave que lo hizo posible: la complicidad de los actores con un proyecto estratégico que lleva dieciocho años de desarrollo, hasta lograr las condiciones ideales para un salto cualitativo, estratégico, en 180 grados, hegeliano, desde la república democrática de Puntofijo a la tiranía totalitaria; del liberalismo en crisis al castro comunismo crítico. Una faena de tal magnitud y alcance continentales y hemisféricos que no podría ser lograda de otro modo que mediante la epifanía electoral por una guerra devastadora con la aniquilación de uno de los bandos –lo que no ha sido el caso– o con su alcahuetería, complicidad y colaboración. Lo que, en efecto y por doloroso que resulte reconocerlo, sí parece haber sido el caso. El muerto del 15 de octubre era demasiado pesado – 30 millones de almas– como para que pudieran cargar su urna solamente los asaltantes. Fueron necesario los hombros de sus cómplices: los vagabundos. Fue un acto fúnebre de vagabundería.

Los hechos son tan evidentes y notorios, que asombra la liviandad con que de uno y otro lado corren a certificar su impecabilidad y las viudas de siempre se rasguen las vestiduras y protesten airadamente por el intrusivo atrevimiento de Luis Almagro de llamar “instrumentos del fraude e incapaces de defender el voto” a sus oscuros instrumentos. 

Ante el escándalo, los hechos: el 15 de julio aproximadamente 7,7 millones de ciudadanos aprobaron por unanimidad un mandato popular con 3 puntos perfectamente claros y discernibles, del que posiblemente el de mayor impacto y pertinencia era el de desconocer cualquier asamblea nacional constituyente que la dictadura se sacara inconstitucionalmente de la manga. Los otros dos: salir de Maduro y liberar a los presos políticos. Quince días después y ante la brutal evidencia del rechazo mayoritario a la dictadura, a la que todas las encuestas serias, objetivas y responsables no le otorgaban más de 15% de respaldo popular, lo que traducido en votos no superaba los 2,5 millones de electores, parió entre las 5:00 pm y las 8:00 pm nada más y nada menos que ¡8 millones de electores! Tan burdo y manifiesto fue el desafuero electoral que la propia empresa Smartmatic, hasta ese día responsable de proveer a la dictadura de la parafernalia electoral automatizada, empacó toda su documentación probatoria y huyó del país, estableciéndose en Londres, desde donde declaró la naturaleza comprobadamente fraudulenta del plebiscito constituyente en cuestión. Liberándose de toda responsabilidad en el asalto a mano armada. 

Coincidieron con Smartmatic viejas figuras del establecimiento como la ex fiscal general de la República Luisa Ortega Díaz y el ideólogo originario del chavismo Hans Dieterich. Tan colosal y burdo fue el parapeto del fraude que en rigor nadie se lo tomó en serio. Lo que no le estremeció el cabello a su principal gestor y beneficiario, Nicolás Maduro. Quien, perfectamente consciente del terreno que pisaba, las alianzas secretas, públicas o semipúblicas hilvanadas con sectores claves de la oposición partidista, avanzó un paso más y fijó las fechas para las elecciones a gobernadores, hasta entonces encaletadas en las gavetas de su despacho a la espera de la circunstancia oportuna. Terminó de hilvanar su urdimbre sacando a empujones de la prisión de Ramo Verde al líder opositor Leopoldo López, lo mandó a su casa, volvió a devolverlo a Ramo Verde para cantarle las verdades del arreglo ya cocinado –callarse la boca y asentir a lo que acordara con el correveidile del régimen, José Luis Rodríguez Zapatero– y lo devolvió ya definitivamente a su domicilio, su boca y sus ínfulas insurreccionales sellados desde entonces. Era el momento del guamazo: dictó elecciones para el 15 de octubre y obtuvo lo que quería de una dirigencia opositora perfectamente amaestrada: olvidando el brutal fraude del 30 de julio, aceptando los dictados del CNE ya a la orden de la ANC –que nadie, en el mundo democrático ni al interior de los propios partidos de la oposición reconociera– y sabiendo que pasarían por las horcas caudinas de las matronas del engendro electoral como leones desdentados tras sus terrones de azúcar, le dieron la aprobación, el vamos, la luz verde. Aquí, mágica proeza de la prestidigitación totalitaria, no había pasado nada.

(Cabe aquí, que poco hay que agregar que no sean los hechos: 18 gobernaciones para el 15% oficialista, y 5 para el 85% opositor, de los cuales 4 para el partido puente, AD. Valga, pues, una coda interrogativa a modo de sorprendente final: ¿los partidos de la MUD –PJ, AD, VP, UNT, AP, La Causa R– fueron a la celada y cayeron en la trampa con o sin acuerdos previos? ¿Creyeron en los pajaritos preñados de Tibisay Lucena? ¿Sobredimensionaron la potencia arrolladora de sus propias fuerzas partidistas? ¿Pensaron que con ese 15% del lado del régimen y ese 85% del lado opositor el fraude no tendría tutía? ¿Hubo acuerdos transversales de unos con otros y otros con unos? ¿Supo AD que sería el único beneficiado, lo que le permitiría terminar de ponerle el pie encima de una vez y para siempre a su principal enemigo, Henrique Capriles, y enterrar en sus tumbas a sus únicos y verdaderos contrincantes: Antonio Ledezma y Leopoldo López? ¿Supo Leopoldo López que daba un salto al vacío arriesgando su drástica desaparición del escenario, rodeado de descrédito? ¿Imaginó Julio Borges que se jugaba a Rosalinda y saldría trasquilado de la ominosa jornada?)

The answer, my friend, is blowing in the wind… The answer is blowing in the wind…”


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