Las tiranías subrayan y acrecientan la triste soledad en que nos deja la muerte. Más solos, más desvalidos, más abandonados. Se nos van y nadie saldrá a preguntarles: “¿Eres tú acaso el mismo que esperábamos?”.

In memoriam

En su bella semblanza sobre su amigo, el gran pintor peruano Fernando de Zyszlo, muerto en trágicas circunstancias con su esposa Lila en un muy desgraciado accidente doméstico, ambos nonagenarios, se dolía Mario Vargas Llosa de estar quedándose solo. “El mundo a mi alrededor se va despoblando y quedando más vacío”. Un dolor propio de nuestra generación, que parece haber cumplido o está cumpliendo su ciclo vital. Como corresponde a esa vida tras la muerte “que tendrá tus ojos de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo recuerdo o un vicio antiguo” cantaba con su inmensa y dolorida tristeza Cesare Pavese. O como la caracteriza Borges, el genio homérico, en una de sus milongas: “La muerte sabe, señores, llegar con mucho recato”. Pero la vaciedad y la soledad de que estamos rodeados los venezolanos ya es de otra índole: a la muerte de nuestros amigos se une la ausencia de los nuestros, aquellos que no resistieron las acechanzas de este aciago destino y han preferido desprenderse de sus obligaciones de sangre para irse a probar fortuna, solos o cargando con sus familias, en ajenas latitudes. Posiblemente con la esperanza de capear estos temporales y regresar cuando hayan amainado, posiblemente sin saber, como lo sabemos nosotros y lo supieron sus padres, que hay lejanías que asumidas se convierten en un vacío irreparable, colmado de destierro y desarraigo. Son las escogencias del corazón que, con absoluta razón, se siente nativo en cualquier lugar en donde sea bien recibido y se le facilite la existencia. Mi patria es el lugar en donde vivo, decíamos en nuestro peregrinar en busca de patria y cobijo. Como nos ha sucedido a nosotros, incluso a Vargas Llosa, ciudadanos del destierro de las guerras y revoluciones de estos siglos.

Pero nada como esta muerte, que en Venezuela ni siquiera “se viene tan callando”, sino a los gritos. Miserable, ruin, inútil, artera, sucia, desleal, injustamente. Ese destino inexorable que más duele cuanto más ajeno e impuesto por las circunstancias. Venezuela es, desde hace algunos años, un campo de batallan, plagado de muerte, abandono y desolación. Y cuesta saber cuántas de esas muertes fueron inevitables y estaban en el orden del tiempo, y cuántas se impusieron por carencias perfectamente superables. Por abandono hospitalario, por falta de medicinas y, lo que parece increíble pero ha llegado a ser perfectamente posible: por angustia, por desvelos, por incertidumbre, por desesperación.

En cuestión de horas se nos acaban de ir amigos entrañables, partes insustituibles de nuestra venezolanidad: Freddy Galavís, Carlitos Moreán y Harry Almela. Un actor, un músico y un poeta. Todos ellos jóvenes, como castigados por el sufrimiento y la muerte, sin haber podido cumplir el sueño más grande de sus vidas: volver a respirar el aire de la libertad y morir en paz, reconciliados con su patria. ¿Será posible?

Son sufrimientos y dolores que no parecen revestir mayor interés para la política. Que no atiende a minucias ni a menesteres íntimos y domésticos, pequeñas angustias existenciales del hombre común, como la muerte de un poeta, de un actor o de un músico. Pelos de la cola de Behemot, el monstruo bíblico de la tierra. Ella está demasiado ocupada en resolver las contradicciones del espíritu universal. ¿Preocuparse por la sonrisa dolorida de un actor, las furias y las penas de un poeta, el desconcierto ante la tragedia del mundo de un hombre bueno, injustamente castigado con una sorda y muda soledad final?

Las tiranías subrayan y acrecientan la triste soledad en que nos deja la muerte. Más solos, más abandonados. Se nos van y nadie saldrá a preguntarles: “¿Eres tú acaso el mismo que esperábamos?”.


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