Con motivo de la publicación del acto írrito “constituyente” contra el odio y por la convivencia pacífica y la tolerancia (Gaceta Oficial del 8-11-17), se advirtió sobre su segura y torcida aplicación a los fines de la más efectiva amenaza por cualquier discurso que de alguna manera pudiera afectar a quienes detentan el poder.

La procesión de la Divina Pastora constituyó la oportunidad propicia para que los obispos López Castillo y Basabe expresaran en sus homilías el común sentimiento y reclamo por las injusticias que padecemos y denunciaran, con crudeza, el hambre, la corrupción y las carencias de un pueblo que, sencillamente, clama por mejores condiciones de vida.              

Calificar estas alocuciones como discursos de odio, que implican discriminación, segregación o persecución por motivaciones raciales, políticas, de sexo, religiosas o de condición social, con manifiesta lesión a la dignidad humana es, por decir lo menos, un despropósito o un auténtico disparate.

La denuncia de los males que agobian a la sociedad venezolana en un momento en el cual el pueblo sufre todo tipo de privaciones, incluyendo la grave afectación del núcleo familiar que hoy se desperdiga por el mundo, aventando a tantos jóvenes fuera del calor de la patria, en busca de un futuro que se les niega en esta tierra de gracia y de promesas incumplidas, no acepta ser objeto de la censura e incriminación por pretendido odio, cuando, por el contrario, se trata de llamar a la cordura, a la tolerancia, a la convivencia pacífica y, en particular, a la salvaguarda de los valores supremos del ser humano, imagen de Dios.

Los responsables de los asuntos públicos deben reflexionar sobre las advertencias de los obispos López Castillo y Basabe, quienes, sencillamente, recogen las advertencias reiteradas de la Conferencia Episcopal Venezolana  en sus documentos y, de manera concreta, en la última exhortación del 12 de enero de 2018.             

Callar ante la realidad que nos golpea en la familia, en la calle y en el trabajo sería una omisión criminal; y reclamar por los males que afligen al pueblo, producto y amargo fruto de un proyecto político inviable, impuesto por poderes dependientes y solo con una mera apariencia de legalidad, es una exigencia de justicia que no puede soslayarse, siendo moral y jurídicamente inaceptable el régimen que lo sustenta.

En este momento, por lo demás, se impone recordar las consideraciones que expresara el TSJ en la sentencia en la cual se acordó desestimar la denuncia del doctor Hermann Escarrá contra el presidente Chávez, por instigación al odio, sosteniéndose, ante la dureza y violencia de su discurso, que el primer magistrado había ejercido el derecho a la libertad de expresión, el cual “comprende la libertad de crítica aun cuando la misma se tilde de brusca y pueda molestar, inquietar o disgustar a quienes se dirige, pues en ello consiste el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, concepciones propias de la sociedad democrática”, añadiendo la necesidad de no atender al simple significado de las palabras, ni a lo “impropio de interpretar literalmente las normas que, de alguna manera, obstaculicen el ejercicio del derecho a la libertad de expresión”.

Pero, en el caso de los obispos, no se trata simplemente del ejercicio de un derecho. Sus advertencias, sus reclamos fundados y sus denuncias ante el agravio al pueblo, concretan el ejercicio de un deber irrenunciable como pastores de quienes sufren y exigen respeto y justicia.

Dejemos a un lado la disparatada ley contra el odio, redactada para estimularlo como fórmula de retaliación política y prestemos oídos a la voz de quienes, con su auctoritas certificada, son profetas e instrumentos de una Venezuela que no puede permanecer impasible ante el atropello a los más débiles de esta sociedad, a la que pretende imponerse un régimen desconocedor del sistema de libertades.

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