Para Sonia e Ildemaro

Desde que el socialismo del siglo XXI apareció en el panorama político de nuestro desdichado país afirmando el hambre y desatando la diáspora, menciono con frecuencia los helechos de mi jardín para reiterar la circunstancia de que no abandonaré la tierra que me vio nacer y amo desesperadamente. 

Los helechos vendrían a ser la imagen vegetal del país y se encuentran en mi jardín después de viajar durante millones de años a través de la historia de la evolución de las plantas: un hálito de vida que estuvo indagando el camino de mi casa con el propósito de enseñarme a vivir, para recordarme la hermosa plenitud del bosque que alguna vez los vio crecer. El bosque es el lugar donde florece abundante la vida vegetal. El vasto e inextinguible depósito de vida y de misterios. El recinto no humano de la sabiduría y del conocimiento en permanente renovación. Lugares sagrados, todavía hoy, pero su sacralidad es más antigua que la existencia del hombre sobre la Tierra y en sus sombrías profundidades hay quienes sitúan los enigmas del inconsciente. 

Los expertos explican que en la superficie de un bosque no inundado por el agua, los insectos hacen presa de un árbol caído y entonces las bacterias y los hongos terminan el trabajo de descomposición, con la ayuda del oxígeno del suelo. Pero si el bosque se vuelve un pantano de aguas estancadas y un árbol cae y se hunde en el fango donde no hay suficiente oxigeno para que los agentes destructores lo pudran, se convertirá en turba. Esta turba permanece en el fango durante miles de años pero el tiempo y los sedimentos que los ríos llevan a los pantanos entierran aún más la turba que termina transformándose en la vida de mis helechos. 

¡Es lo que en definitiva soy: turba depositada en lo más hondo del alma del país que se me asemeja para que algún día nazcan helechos en el bosque de las conciencias venezolanas!

Los de mi casa cuelgan de la rama más gruesa de la mata de mango y otros crecen no en los porrones sino en la tierra misma y se van esparciendo; caminan, cubren otras áreas del jardín y a diferencia de mis afligidos compatriotas y de mí mismo, crecen en libertad, sin recibir ni acatar órdenes imperiosas; sin tener que soportar castigos o merecer recompensas, pero estimulados por la luz, por el oxígeno contenido en el agua; por los misterios de su propia naturaleza. Sus hojas arman un intrincado sistema de conductos que distribuyen secretamente el alimento que producen o almacenan; también las acaricia el sol, las roza y mueve el aire, susurran de manera casi inaudible al paso del viento y se regocijan en cada amanecer.

Y como si fuera un helecho colgado en el jardín, veo el desaliento de los otros helechos que forman la comunidad del bosque y concluyo que no parece haber suficiente calidad en la turba; faltaría una mejor agua, quizás; un oxígeno más puro; una mejor química en el proceso de la fotosíntesis.

Hay quienes inútilmente se han dedicado a cambiar la vida creyendo que al hacerlo transformaban la sociedad. Hay también quienes se arman con la espada justiciera de las revoluciones, fracasan rotundamente pero continúan en un desquiciado empeño de negar la vida, hoy, para hacerla posible mañana; y otros, tal vez los menos, sueñan con una Arcadia de frutos redondos y apetecibles. Pero todos formamos el bosque húmedo en el que crecen y proliferan los helechos. Este bosque es el ramaje de nuestras historias personales, impregnadas de intenso verdor, enriquecida por millares de misterios y secretos escondidos en las raíces y en las cortezas de los árboles, en el musgo y las hojas de nuestros procederes que susurran y se agitan en el aire; un bosque cuyo mayor temor es el de petrificarse, el no poder convertirse en una floresta esclarecida. 

Hubo una época, hace millones de años, en la que las montañas se estremecieron, sufrieron espasmos y contracciones que sepultaron a unas e hicieron brotar otras desde las profundidades; volcanes que despertaron iracundos, tierras fértiles que se convirtieron en vastos desiertos para que la ardiente soledad y el demonio martirizara de sed a los temerarios, tentara a Cristo y confundiera a san Antonio; mares enardecidos, sismos, animales gigantescos, pájaros de descomunal tamaño. 

En aquellos bosques, en la turba generadora de vida, no obstante las catástrofes destructoras, crecieron inadvertidamente semillas capaces de sobrevivir porque, de acuerdo con los expertos, eran muy resistentes a la deshidratación y podían aletargarse, cuando las circunstancias se lo exigían, postergando así su germinación, hasta que las condiciones del medio favorecieran su crecimiento. ¡Y el bosque, prevaleció! Y los helechos resistieron los atropellos de aquella naturaleza jurásica y despiadada y pudieron avanzar a lo largo de su eternidad hasta llegar al jardín de mi casa.

En la hora actual, otros fenómenos destructores hacen que tiemblen los helechos en mi país; el suelo que los hace nacer se ha convertido en tierra baldía, en un erial que solo produce trampas y depravaciones, concepciones económicas equivocadas y retorcidas, sobreprecios, pérdida de libertad y erosiones a la dignidad y a la honradez. Los helechos están hoy descoloridos, agobiados por la falta de nutrientes; apagados, mustios. Han perdido el alegre y salvaje verdor de otros tiempos.

De manera que, para no dar detalles; para no aludir a lo que más aspereza produce en mi ánimo y para no verme obligado a mencionar nombres que me son repulsivos, me remito a mis helechos y pregunto una vez más: ¿dónde puedo colgarlos fuera de este bosque del que yo mismo soy uno de sus helechos? 

¡Lo que tenemos que impedir es que unos perversos leñadores que se mueven arteramente entre los árboles talen el bosque! ¡Y esta es, posiblemente, la verdadera razón de por qué no me he ido!


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