Una conocida expresión de Kant advierte acerca de la necesaria complementariedad –o “entrelazamiento”, como afirma el autor de la Crítica de la razón pura– presente entre la sensibilidad y el entendimiento: “La sensibilidad sin el entendimiento es ciega. El entendimiento sin la sensibilidad es vacío”. Se trata de las llamadas facultades que posibilitan el conocimiento humano. De hecho, la posibilidad cierta de conocer depende –hasta nuevo aviso– tanto de la una como del otro. Son las llamadas “formas puras de la apercepción” –el contenido y la forma, el sentido y el significado, lo sensible y lo inteligible–, términos absolutamente indispensables para la adecuada construcción de todo conocimiento. Como dice Kant, la sola sensibilidad, sin la debida asistencia del entendimiento, manifiesta la más completa discapacidad para poder relacionarse con la vida misma. Sería como un cuerpo de huesos sin carne, sin sangre, sin órganos vitales. Pero, de igual modo, el entendimiento carecería de sustento real si prescindiese de la sensibilidad. Sería como un cuerpo sin estructura, con carne, con sangre, con órganos vitales, pero sin huesos. La llamada posmodernidad podrá inventar todo lo que quiera, pero después de Kant no hay estética –sensibilidad– trascendental sin lógica –entendimiento– trascendental y viceversa. Tampoco hay “hábitos”, como creía Hume, capaces de sustituir esta necesaria interacción de los contenidos y las formas.

Ese fue el gran aporte de Kant a la historia del pensamiento. Su propósito consistió en, una vez definida cabalmente la relación presente entre los dos términos ya descritos, adentrarse lo más hondo que pudo en las densas aguas de la llamada lógica trascendental, a fin de justificar los fundamentos racionales de la metafísica. Si las formas son capaces de dar significado a los contenidos, entonces, están en condiciones de explicar la necesaria existencia de Dios, del alma y del mundo; es decir, de los objetos fundamentales de la metafísica. El entendimiento, en consecuencia, permite dar cuenta del funcionamiento de la razón pura. La lógica del entendimiento sería capaz de resolver el enigma. Su aplicación a los objetos de la metafísica permitiría, finalmente, la liberación de la metafísica de las garras de la fe. La carne, la sangre y los órganos vitales darían cuenta de los misterios del espíritu. Pero no fue así: al aplicar la lógica trascendental a los objetos de la metafísica, surgieron las “aporías” –los problemas– de la razón, la llamada por Kant “dialéctica” trascendental. La lógica del entendimiento funcionaba muy bien para la comprensión de la organización de las formas propias de la vida material. No así para la explicación de los asuntos no “subordinados de la vida de los hombres”.

No obstante –y como dice Hegel–, “el entendimiento sin la razón es algo. La razón sin el entendimiento es nada. El entendimiento no puede ser relegado”. Que la lógica del entendimiento no sea capaz de dar cuenta del ser en cuanto ser no significa que no sea de enorme utilidad para los asuntos propios de la vida cotidiana y de los conocimientos técnicos requeridos por la sociedad en su conjunto. Todo lo que rodea el quehacer social contemporáneo –el desarrollo científico y tecnológico de hoy, desde los vuelos espaciales hasta las tomografías, pasando por Internet y el comercio mundial– se sustenta en la lógica del entendimiento. El problema comienza cuando el entendimiento, reflexivo y abstracto como es, pretende transmutar la calidad en cantidad, fijando –poniendo– sus términos sobre todos los aspectos de la vida, de los cuales, por cierto, es incapaz de dar cuenta. Deja de ser intelligere para devenir intellectus, para limitarse a dictar “lecciones”, sustentadas en lo que presume sea “la” verdad. Su “lógica” –la ratio instrumental– ya no es lógica y como no puede dar cuenta de todo se obsesiona trazando vedas y cotos para terminar transformándose en un auténtico carcelero de la vida: “el que no cabe en el cielo de los cielos, se encierra en el claustro de María”, acota, no sin cierta ironía, Hegel. Ahí comienza a extinguirse su luz, su brillo radiante, para dar inicio a sus “fórmulas magistrales”, su lado oscuro y más terrible. Deviene, entonces, un promotor de ‘actos de fe’ y, en última instancia, de la más tenebrosa de las formas de la religión: la ideología.

La sociedad del presente ha sido secuestrada por ese “lado oscuro” del entendimiento abstracto, bien sea bajo las formas de una supuesta “sociedad abierta”, que mantiene control irrestricto –en sentido matemático– de todo y de todos, o bien bajo las formas del populismo, cuyos orígenes fascistas son inequívocos y perfectamente demostrables. Se trata de construcciones a priori, elaboradas por encima de todo hecho y de todo derecho, en las que la diferencia es concebida como un extraño fenómeno de hostilidad que debe ser aplastado. Ese es, por cierto, el resultado de la aplicación mecánica de los esquemas de la vida cuartelaria al contexto civil. El Estado –en realidad, la sociedad política– se coloca por encima de los ciudadanos, la coerción se pone por encima del consenso. No hay lugar para la tolerancia y la uniformización de la sociedad se convierte en un asunto obsesivo. George Orwell ha descrito semejante modo de vida de un modo magistral, en su 1984. La sociedad, amordazada, se haya a merced de unos “iluminados” –en el fondo, temerosos de la libertad–, que controlan las armas en nombre de “la paz” y “el bienestar”. El Estado –la sociedad política– lo regula todo: la economía, la salud, la alimentación, la educación, la seguridad, el esparcimiento. Los “iluminados” son, efectivamente, “Dios, alma y mundo”. Fuera de sus “principios” no hay lugar para nada ni nadie. Existe, pues, una oposición absoluta, propiciada por el oscuro reflejo del entendimiento.

Y es que, en el trance, el entendimiento ha perdido la razón, el control de sí mismo, mientras hiere mortalmente al sujeto contemporáneo en nombre de la libertad, la paz y la solidaridad mundial. La lucha contra la intolerancia no es una lucha por la sustitución de ese modelo por uno similar o alterno. Es la lucha por su definitiva superación histórica. La recuperación de las libertades individuales, del progreso sobre la base del conocimiento, de la paz como expresión del reconocimiento, en fin, la recuperación de la democracia no pasa por el “votar o no votar”: pasa por la superación de todas las formas de tiranía y barbarie propias del entendimiento devenido en ideología. Pasa, necesariamente, por la reconstrucción de la civilidad, no por la sustitución de un totalitarismo por otro.


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