En esta última aproximación a las relaciones entre las nociones de la psicología junguiana y el individuo y su libertad, conviene explorar parte de lo expuesto por el pensador suizo acerca de cómo la ausencia de educación y adecuada comprensión sobre el sí-mismo, los arquetipos y la forma como el Estado moderno actúa sobre los individuos, es causa de no solo la pérdida de la libertad, sino incluso de su absoluto ahogamiento.

Las ciencias sociales, la filosofía práctica y la ciencia política suelen asumir como dato de hecho el que el individuo no solo tiene plena conciencia de su dignidad, su autonomía y su libertad, sino el control de sí mismo para ejercer a plenitud esta última, en especial si de trata de preservarla frente al poder. Pero esto no es necesariamente lo que en la práctica se observa, como lo muestran casos ya dantescos como el venezolano.

Ocurre lo anterior por el exceso de racionalismo y hasta “constructivismo” presente en la reflexión liberal acerca del individuo y su libertad, carente de una antropología y psicología de la libertad que dé a esta sustento interior, psíquico y emocional: “…pero el intelecto no capta el fenómeno psíquico en su totalidad, pues este no consiste solamente en significado, sino también en valor, el cual se sustenta en la intensidad del sentir concomitante (…) El valor del sentir constituye un criterio esencialísimo, del cual la psicología no puede prescindir, pues él determina en gran medida el papel que desempeñará en la economía de la psique el contenido así efectivamente acentuado” (Aión, pp. 40-41).

Se suele insistir mucho en las críticas a los populistas, demagogos y colectivistas, por ejemplo, que estos manipulan las emociones de los votantes apelando a tópicos siempre recurrentes, aunque se los denomine con nombres diferentes. Y que solo si los electores actúan racionalmente ante esos personajes es que será posible conjurar su pretensión de acceder al poder para abusar de él. Tal vez no es solo o tanto el que actúen desde la razón, sino que estén esos electores en capacidad de identificar a qué arquetipos o símbolos de la política, la moral y la psique humana apelan el personaje y su discurso en cuestión, y qué motivos habría desde ese reconocimiento para apoyar su postura.

Más que máquinas racionales, tal vez se necesiten personas capaces de equilibrar razones y emociones, y de comprender que todo ser humano que pide apoyo para ejercer el poder tiene los mismos desequilibrios que tiene una persona común –o puede tener incluso otros peores–, pero que mientras esta solo afecta a sus inmediatos si se desborda el yo, la sombra o la socigia, esa misma persona terminará por afectar a miles o millones si su perturbación la experimenta ostentando el poder. Nos alerta Jung acerca de lo ignorantes que somos respecto de las patologías de los poderosos o de quienes aspiran a serlo.

Nos explica el analista: “…por razones comprensibles ninguna estadística médica ofrece información sobre la frecuencia de las psicosis latentes. Pero aunque su número fuese diez veces inferior al de enfermos mentales y criminales manifiestos su participación porcentual en la cifra de población, relativamente baja, se compensa con la especial peligrosidad de tales individuos. Pues su estado mental corresponde al de un grupo de población colectivamente excitado, dominado por prejuicios afectivos y fantasías desiderativas. En un medio así son ellos los adaptados y quienes se mueven a sus anchas. Saben por experiencia íntima cómo lidiar con esas circunstancias cuyo lenguaje dominan. Sus quimeras, impulsadas por fanáticos resentimientos, apelan a la irracionalidad colectiva y hallan en ella suelo fértil: expresan aquellos motivos y resentimientos que en las personas más normales dormitan bajo la capa de la razón y la comprensión. Son, por lo tanto, peligrosos focos infecciosos pese a su número reducido respecto a la población total, dado que el llamado hombre normal solo tiene un limitado autoconocimiento” (Civilización en transición, p. 236).

La insuficiencia usual ante esta advertencia suele ser tanto interna, es decir, respecto de nosotros mismos, pero también externa, respecto de la pisque de los otros, en particular de la de quienes tienen poder: “…suele confundirse el ‘autoconocimiento’ con el conocimiento de la propia personalidad yoica consciente. Cualquiera que tenga consciencia del yo cree naturalmente conocerse a sí mismo. Pero el yo solo conoce sus propios contenidos, no lo inconsciente con los suyos. El hombre mide su autoconocimiento según el conocimiento medio de su entorno social sobre sí mismo, no según las circunstancias psíquicas reales, que en su mayor parte permanecen ocultas. A este respecto se comporta la psique de modo parecido al cuerpo con sus estructuras fisiológica y anatómica, de las que el profano tampoco sabe mucho. Aunque el hombre vive en y consigo mismo, se desconoce en su mayor parte y se requieren conocimientos científicos especiales para traer la consciencia al menos cognoscible, por no hablar de lo desconocido, que también existe” (Civilización en transición, pp. 237).

La figura del sí-mismo es clave para, a tiempo, conjurar una serie de desequilibrios que luego tanto en el ámbito privado, como en el político, pueden precipitar la ruina moral y pública de una sociedad: “Es de máxima importancia anclar al yo en el mundo consciente y afianzar la conciencia por medio de una adaptación lo más precisa posible. Para ello son de gran valor, por el lado moral, ciertas virtudes, como la atención, el concienzudo esmero, la paciencia, etcétera, y, por el lado intelectual, la cuidadosa observación de la sintomatología del inconsciente y la autocrítica objetiva (…) Fácilmente puede ocurrir que la acentuación de la personalidad del yo y del mundo consciente asuma tal amplitud, que las figuras del inconsciente queden psicologizadas y por consiguiente el sí-mismo asimilado al yo. Si bien este es el proceso inverso del antes descrito, su consecuencia es la misma: la inflación. En tal caso, debiera efectuarse una reducción del mundo consciente en beneficio de la realidad del inconsciente (…) Esto es necesario porque si no nunca se alcanzará ese grado medio de modestia que es necesario para mantener un estado de equilibrio” (Aión, pp. 37 y 38). Gobernantes y gobernados deberían ser tanto capacitados como estimulados a avanzar, a lo largo de sus vidas, a ese estado de equilibrio. Pero nos damos el lujo de vivir de espaldas a tal recomendación, y creer que no obstante ello podemos disfrutar de sociedades abiertas.

Será la falta de empeño en la necesidad de educar a los individuos en los contenidos y procesos internos de su psique, más que en la de bombardearlos con explicaciones teóricas acerca de lo bueno, lo justo y lo conveniente, lo que terminará en el siglo XX por potenciar el auge del Estado omnipresente y anular la individualidad de las personas, oculto bajo hipócritas rótulos como el de “Estado de bienestar” o de “Estado social”: “…en lugar de la diferenciación moral e intelectual del individuo aparecen los servicios sociales públicos y la elevación del nivel de vida. La finalidad y el sentido de la vida individual (¡que es la única vida real!) no reside ya en el desarrollo del individuo sino en la razón de Estado, que se le impone al hombre desde fuera, es decir, en la realización de un concepto abstracto que acaba por atraer hacia sí la totalidad de la vida. Se le hurta cada vez más al individuo la decisión y conducción morales de su vida y a cambio se le administra, se le nutre, se le viste, se le forma como a una unidad social; se le aloja y se le distrae en las correspondientes unidades de alojamiento, siendo el bienestar y la satisfacción de las masas el criterio ideal. Los administradores son a su vez tan unidades sociales como los administrados [lenguaje antiliberal usado en el derecho administrativo de origen francés], únicamente distintos en que son representantes especializados de la doctrina estatal. Esta no necesita personalidades con capacidad de juicio sino meros especialistas sin uso fuera de su especialidad. La razón de Estado decide lo que hay que enseñar y aprender” (Civilización en transición, p. 240).

Una vez dadas estas condiciones adversas para la cultura de la libertad y su preservación, es casi inevitable, que como lo han estudiado en el caso venezolano especialistas como Axel Capriles, Rafael López Pedraza y Ana Teresa Torres, entre otros, que se reúnan todos los componentes que hacen posible la degeneración del poder, de los otrora ciudadanos y de la psique de gobernantes y gobernados, que pasarán de forma intermitente a ser presas de sus “yoes” o de los arquetipos de su inconsciente individual o del colectivo, en especial de las proyecciones que de ellos derivan, sin encontrar salida ni solución real, sostenible y sana, a tal degeneración, mientras aumenta el peso de la sombra sobre la vida de miles o millones de personas.

Nos advierte, una vez más, Carl G. Jung: “La doctrina estatal, al parecer todopoderosa, es administrada a su vez en nombre de la razón de Estado por los más altos cargos de gobierno, que reúnen todo el poder. Quien por elección o decisión arbitraria llega a esta posición no tiene ya ninguna otra instancia sobre el que le obligue, pues él mismo es la razón de Estado y puede proceder, dentro de las posibilidades dadas, según su mejor parecer. Puede decir con Luis XVI: L’État c’est moi. Es en consecuencia el único, o uno de los pocos individuos, que podría hacer uso de su individualidad, si acaso supiera diferenciarse a sí mismo de la doctrina estatal. Es más probable que individuos así sean esclavos de su propia ficción. Una unilateralidad semejante está siempre psicológicamente compensada por tendencias subversivas inconscientes. La esclavitud y la rebelión son correlatos que no pueden separarse. De ahí que la envidia del poder y el aumento de la desconfianza atraviesen al organismo de arriba abajo. Además, como compensación a su caótica falta de forma, una masa genera de manera automática un “dirigente” que, por así decir cae forzosamente en la inflación de su consciencia yoica, algo de lo que la historia proporciona numerosos ejemplos” (Civilización en transición, pp. 240 y 241).


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