Venezuela sigue preocupando a la comunidad internacional. En el diálogo telefónico sostenido a inicios de año entre el presidente norteamericano, Donald Trump, y su homólogo chileno electo, Sebastián Piñera, fue considerada.

El profesor Ricardo Hausmann, de la Harvard Kennedy School, ofrece datos duros que confirman la catástrofe humanitaria que sufren los venezolanos. Sugiere, por ende, que un órgano legítimo como la Asamblea Nacional, representante de la soberanía popular, pida asistencia militar extranjera a fin de ponerle coto a esa realidad que destruye el país y su existencia como república, ante la negativa del dictador Nicolás Maduro de siquiera aceptar la ayuda de medicinas y alimentos que le ofrecen otros Estados.

Los profesores Sean W. Burges y Fabricio Chagas, no obstante, critican a Hausmann. Afirman que “invadir Venezuela es una idea terrible”. Palabras más, palabras menos, arguyen que la efectividad de la medida para provocar “un cambio de régimen” depende de que los americanos la realicen; pero que, descartando esa posibilidad por el rechazo que encontrarían, una operación combinada con los ejércitos incompetentes latinoamericanos “crearía más confusión en un país que arrastra una larga crisis política y económica”.

Según ellos –lo que es miel en boca de las dictaduras– “la soberanía es un sacrosanto principio en la diplomacia latinoamericana”. Dicen que hasta la OEA ha sido incapaz, por lo mismo, de adoptar una decisión en el caso venezolano dentro del contexto de la Carta Democrática. Y concluyen en un camino sin salidas, por la falta de alternativa o la ausencia de credibilidad opositora, el compromiso de las élites con el gobierno de Maduro, el tratarse de una mera tensión entre fuerzas sociales y actores económicos; por lo que recomiendan “lidiar con el régimen hasta alcanzar la ayuda humanitaria y una vuelta tranquila al gobierno representativo”.

Esta sobresimplificación, como sus errores en la descripción de supuestos y prescripciones, sorprende, más que su cuestionamiento a Hausmann.

Venezuela no vive una democracia deficitaria. El asunto no apunta al uso de la fuerza para un mero cambio de régimen político, y la oposición, es cierto, no se muestra como alternativa, pero por encontrarse bajo secuestro, como lo está la oposición cubana y estuvieron las oposiciones en la Europa oriental comunista, doblegadas por el miedo.

El Estado venezolano fue invadido por una fuerza militar extranjera en alianza con los cárteles del narcotráfico controlados aún por las FARC, en un proceso que se inicia en 1999, arrecia en 2004, y ya en 2007 –lo señalo en anterior columna– logra que 30.000 milicianos de la isla sujeten los hilos del gobierno.

Al ejercicio del voto se le permitió sobrevivir mientras no amenazase la estabilidad del cartel criminal imperante y dado que la Constitución de 1999 es hipercentralista, presidencialista y militarista. Ningún peso ejerce la presencia opositora en gobernaciones y alcaldías. Pero cuando en diciembre de 2015 esta ganó la Asamblea Nacional, hasta ahí llegó la simulación democrática.

La hambruna es un arma de dominio; lo que trae a colación, por su pertinencia, el texto que en 2003 adoptó el Instituto de Derecho Internacional –entidad que recibe el Premio Nobel por sus aportes al desarrollo de su disciplina– a cuyo tenor los gobiernos no pueden rechazar la asistencia humanitaria “cuando se encuentran en peligro los derechos humanos fundamentales de las víctimas o el comportamiento revela su disposición de violar la prohibición de causar hambre en la población civil como método de guerra”.

De allí que las contramedidas, por atentados contra el “derecho a la democracia”: que es síntesis de los deberes de respeto y garantía universales de los derechos humanos como integrantes del orden público, son aceptadas hoy por el derecho internacional.

El uso prodemocrático de la fuerza, que algunos califican de “intervención humanitaria” –poniéndole sordina a la primera, pues conmociona a los diplomáticos, y la aceptan solo cuando ocurre en los hechos–, avanza progresivamente. Nada tiene que ver con las intervenciones clásicas que preocupan a los críticos de Hausmann, y a modo de ejemplo la esgrimen Bélgica, el Reino Unido y los Países Bajos, a propósito de la crisis de Kosovo y el asesinato de 45 albaneses en Racak (1999).

Allí está el caso de Panamá (1989), distinto de la intervención por razones ideológicas en Grenada (1983). La asesoría jurídica de la OEA lo consideró legítimo, pues no hubo infracción de la norma que prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de un Estado ni contra los fines de Naciones Unidas. No hubo anexión territorial ni se impuso a los panameños un régimen político.

Manuel Antonio Noriega, contraviniendo el orden público mundial, incurría en violaciones sistemáticas de derechos humanos para sostenerse en su empresa narco-criminal, disponiendo del andamiaje del Estado. Ponerle término fue “causa justa”.

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