La hambruna en Venezuela no es coyuntural ni la consecuencia temporal de la baja de los precios del petróleo. Tiene un carácter estructural, sistémico –un producto ideológico inevitable–, que es propio de los regímenes comunistas y las economías centralizadas por el Estado. Quien revise las experiencias de los siglos XX y XXI muy rápidamente alcanzará esta conclusión: el hambre es el destino de las dictaduras comunistas. No hay ni una revolución que no haya impuesto un estado de hambre en su jurisdicción. Lo que diferencia una de otra es la cantidad de muertes que provocaron.

Un mes después de la toma del poder por parte de los comunistas rusos, en diciembre de 1917, comenzó la escasez de toda clase de productos en San Petersburgo, Odessa, Moscú y otras ciudades. A medida que los bolcheviques ejecutaban a comerciantes y empresarios, que expropiaban fincas y obligaban a los campesinos a huir de sus tierras, el hambre se propagaba. Ya en 1920, en los propios informes del Partido Comunista, se reconocía que la ingesta de calorías diarias promedio hasta 1916 entre los obreros había caído en 2 años de 3.820 a 2.680. En esos mismos 2 años, el consumo de pan por persona se había reducido a la mitad.

Pero, como sabemos, lo peor estaba por venir. Las expropiaciones, como ocurrió más tarde en tantas partes y también en Venezuela, tuvieron un papel primordial. Solo consignaré un dato: en 1917 la producción de cereales fue de 69,1 millones de toneladas. En 1920 ya había caído a 48,2 millones. Y continuó cayendo, hasta que en 1921 se produjo la hambruna de la región del Volga. El cálculo más conservador que conozco señala que el número de muertos supera el millón de personas.

Existen dos palabras, Holodomor y Golodomor, que en la lengua ucraniana significa matar de hambre. Ese hito, que debería estar más divulgado, fue el principal logro de la política de colectivización agrícola emprendida por los comunistas rusos: al menos 2 millones de personas murieron de hambre entre 1932 y 1933. Aunque los historiadores abordan la cuestión con diversos criterios metodológicos, existe un consenso sobre este punto: entre 1919 y 1947, alrededor de 15 millones murieron de hambre y enfermedad en Rusia, como resultado de sus políticas económicas.

Algo similar ocurrió en la China comunista de Mao: solo en los 4 años de 1958 a 1962, durante la brutal operación llamada el “Gran Salto Adelante”, más de 45 millones de personas murieron de hambre, por agotamiento o porque fueron sometidos a torturas y a ejecuciones sumarias. En los 4 años –1975 a 1979– que los jemeres rojos gobernaron Camboya, 2 millones de personas murieron de hambre: 25% del total de la población. En Corea del Norte, en 1998, alrededor de 10% de la población perdió la vida por hambre.

Este artículo podría mencionar lo ocurrido en los países de Europa del Este, que estuvieron por décadas sumidos en el hambre. Prácticamente no hay literatura o estudio de las ciencias sociales de Rumania, Hungría, Bulgaria, Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia y otros países sometidos al régimen comunista ruso que no tengan la falta de alimentos, indisociable de la falta de libertades, como uno de sus ejes vertebradores. No es posible contar la historia de las revoluciones latinoamericanas sin referirnos a las expropiaciones, a la destrucción de las fuentes productivas, a la falta masiva y estructurada de alimentos. La historia de la revolución cubana es, en lo esencial, una historia del hambre.

Y así regreso a nuestro país: la hambruna que cada día se expande por todo el territorio venezolano, incluso en regiones donde todavía se mantiene alguna producción de hortalizas, responde a las mismas prácticas destructivas. Tenemos la obligación de recordarlo: el hambre de hoy, que ahora mismo amenaza las vidas de 300.000 niños distribuidos en todas las regiones de nuestra geografía, comenzó el domingo 17 de julio de 2005, cuando Chávez anunció, sin lugar a equívocos, su objetivo de cambiar el modelo productivo y formuló la amenaza que se concretaría a partir de entonces: que expropiaría unas 2.000 empresas.

El hambre de hoy es hija de las expropiaciones y las nacionalizaciones. De la destrucción de fincas productivas que, bajo la administración de los rojos, se convirtieron en ruinas. De la toma de industrias que, de arrojar utilidades y operar de forma impecable, en pocos años han sido saqueadas, paralizadas, cerradas o destruidas, como si una bomba hubiese caído en el núcleo de sus operaciones.

Hace dos semanas, en la Asamblea Nacional se denunció la desaparición, de facto, de la industria farmacéutica venezolana. Esa grave declaración se inscribe en esto: de las 15.000 empresas que había en Venezuela en el año 2000, han cerrado sus operaciones 2 tercios desde entonces. De acuerdo con el desesperado llamado que acaba de hacer el presidente de Conindustria, unas 1.000 empresas más podrían estar, ahora mismo, en proceso de liquidación.

No creo que sea necesario agregar más evidencias: el hambre en Venezuela ha sido programada. Un plan ejecutado a lo largo de los años, con un propósito esencial: lograr que no haya en el país ninguna fuente de alimentos que no sea gubernamental, para así extorsionar a los ciudadanos, imponerles obediencia, humillarlos y despojarlos de la totalidad de sus derechos.


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