Que los venezolanos, ¡hasta chavistas, cómplices, simpatizantes, testaferros, bolichicos y demás hierbas aromáticas!, hablen mal del régimen castro-madurista, no tiene nada de raro ni de nuevo. Que las grandes mayorías ciudadanas refunfuñen quejándose, se lamenten, hagan chistes crueles sobre el gobierno y sus funcionarios, que una minoría se exalte, salga a protestar e incluso a enfrentarse a los represores armados mientras la mayoría sigue saliendo a las mismas calles, pero a tratar de hacer sus cosas y resolver asuntos, murmurando y susurrando apoyos o quejas, pero sin comprometerse personalmente, tampoco es desconocido ni de extrañar.

Cuando cayó Pérez Jiménez pasó algo parecido, estudiantes y unos pocos centenares fueron reprimidos, pero las grandes masas –siempre minorías– solo salieron a las calles después de que el famoso DC 4 “la Vaca Sagrada” ya había aterrizado en Ciudad Trujillo, años más tarde nuevamente Santo Domingo después que valientes dieron cuenta del tirano local. Cuando los militares empezaron en varias ciudades venezolanas sus dos violentos y sangrientos fracasos en febrero y noviembre 1992, tampoco salieron las mayorías a las calles apoyando a nadie, ni a los soldados ni al gobierno, lo que vino después fue otra cosa. Un proceso lento, llevado y repleto de complicidades que se basó en las mentiras de Chávez presentando a un líder que no era y ocultando, temporalmente al que era en realidad. También ya historia conocida, que aún seguimos padeciendo.

El intento de insurrección –para algunos– golpe, nacido perdedor de abril 2001, mal concebido y desordenado sirvió para acabar con la rebelión de la clase media, y los conocidos errores opositores subsiguientes, hicieron a las mayorías populares víctimas y a Hugo Chávez ganador, pues supo acelerar sus poderes. Ante las mayorías, que lo veían por televisión.

La revolución bolivariana atribuyó al imperio el conato para contrarrestar el efecto –según ellos– favorable hacia el socialismo del siglo XXI, que estaba adquiriendo en la opinión pública internacional e hizo que Venezuela se volviese más visible. Hoy descubrimos con sangre, sudor y lágrimas lo equivocado que estábamos entonces.

La ¿paciencia? extrema de los venezolanos es una realidad histórica y de muchos pueblos del mundo. Las grandes revoluciones han sido siempre iniciativas de minorías y liderazgo de unas pocas personas que sí saben lo que quieren, planifican, dan pasos calculados y terminan adueñándose del poder escalando sobre esas multitudes que se la juegan en las calles. Venezuela no es la excepción.

Pero no lo hacen solo sobre las masas, que suelen ser bases más o menos endebles, lo conciben sobre la indignación que lanza minorías y comparten mayorías que se quedan en sus casas. Y ese es el gran peligro. Porque esas personas en sus moradas, que no arriesgan la seguridad ni la vida frente a la represión, ven a los que protestan frente al poder como sus representantes. O sea, aprueban lo que hacen estén o no de acuerdo.

En la Venezuela actual está pasando porque el gobierno –la cacareada revolución– ha cometido errores graves en lo que más duele a los ciudadanos, en sus bolsillos y estómagos. Como en la Revolución francesa, la rusa en 1917, la cubana que se completó en 1958, la mexicana a comienzos del siglo XX, en todas. Con motivos adicionales como el religioso, en Irán, o el hastío por la represión en la Unión Soviética en 1989. La hambruna es la escasez generalizada de comida que se aplica a humanos o cualquier tipo de fauna, y usualmente causa malnutrición, desnutrición, epidemias, y aumento de la mortalidad en las regiones afectadas. Hoy muchos venezolanos comen de la basura, la canasta básica es inalcanzable, la inflación consume a diario el valor de la moneda, destruyendo el poder adquisitivo del ciudadano.

El ejemplo más ilustrativo, a la vez dramático y patético es: una gandola que surte a las gasolineras, tiene capacidad de 37.000 litros promedio, lo que, equivale a 37.000 bolívares si se trata de 91 octanos o 222.000 bolívares si se trata de 95 octanos. Con ese dinero, un venezolano no compra un kg de carne; o un kg de queso; 2 kg de tomate; un cartón de huevos, o un kg de pollo.

Esa revolución casi religiosa, represada en mentes y hogares está avanzando sin freno en la Venezuela de hoy. Los politiqueros defienden sus intereses y conveniencias. Los ciudadanos murmuran, se quejan amargamente, hacen bromas –tienen buen sentido del humor, aun en las peores circunstancias–, soportan colas humillantes y angustias ofensivas por no conseguir productos fundamentales, incluso algunos que los curarían y hasta les salvarían la vida. Están esperando que alguien los libere nuevamente. Revolución contra la revolución.

¡Cuidado con la furia de un pueblo paciente!


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