Hay libros a los que regreso con frecuencia y fruición, son textos que recuerdo con extrema claridad, sobra decir que son palabras que me marcaron. Son varios, que con sus primeras palabras se convirtieron en una suerte de aldaba que, al apenas oírlas, o leerlas, ya sabe uno cuál es. Estoy seguro de que muchos de quienes me leen recordarán aquello de: “Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor”. El Principito, saltará más de uno. O aquello de: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.

¿Hay que decir algo de aquel otro que comienza: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”? ¿Cómo olvidar a Dante y sus versos iniciales de La Divina Comedia: “Del camino de nuestra vida/ encontreme por una selva oscura,/ que la derecha senda era perdida”? ¿Cómo no identificar a Verne y su De la tierra a la luna en aquellas frases iniciales: “Durante la guerra de secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore, ciudad del estado de Maryland, una nueva sociedad de mucha influencia”?

Por supuesto que al recordar: “Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha”, es la figura del maestro Rómulo Gallegos la que salta con majestad a entregarnos su Doña Bárbara. Como ellos, son infinitos los comienzos de obras que me suelen hacer cabriolas en la memoria. Hago este recuento porque hoy, al sentarme a celebrar mi encuentro semanal con quienes me leen, para su gusto o disgusto, pienso en azotar a los burros rojos y sus comparsas en menesteres electorales, pero de inmediato me reprocho por mi infeliz asociación, que no es la primera vez que lo hago en este espacio.

¿Cómo asociar a esta horda de termitas con los solípedos? ¿Dónde estaban mis recuerdos para olvidar aquellas palabras iniciales de Juan Ramón Jiménez: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”? ¿Acaso hay correspondencia entre esa belleza y la sordidez que padecemos? ¿Se puede siquiera pensar en comparar a un pastor y al moreno aquel de voz meliflua con los asnos? Qué infeliz he sido en mis vituperios para con esta cáfila de seres impresentables, qué injusto para con Platero y sus compañeros. A todos presento mis excusas.

© Alfredo Cedeño

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