La referencia que hace Google de las Navidades venezolanas puede hacernos llorar porque destila nostalgias y revela las carencias provocadas por las perversas torpezas del régimen militar: “En Venezuela se acostumbra preparar las hallacas para la tradicional cena de Nochebuena, la cual se compone de hallacas, pan de jamón, pavo o pernil de cochino, jamón ‘planchado’, ensalada de gallina (ensalada rusa con pechuga de gallina desmenuzada), vino o ponche crema; la mesa se adorna con quesos variados, avellanas, nueces, turrones, galletas (y golosinas variadas)”. ¡Válgame Dios! ¿Dónde conseguir avellanas, nueces, turrón y a qué precio? ¿Y las hallacas? Son cosas del pasado.

Hacer un pesebre es, también, definitivamente, una actividad impensable. Ocupa lugar en el pequeño apartamento y la coleta, los cartones pintados de verde y el olor del engrudo y del aserrín alborotan las cucarachas. Hay que suponer que desde los tiempos de la abuela muerta hace años, se tienen guardadas las figuras de yeso de la mula y del buey que vieron al Niño nacer; los pastores, las casitas de urbanización, los Reyes Magos generalmente de gran tamaño en contraste con la las bestias del pesebre o de los propios padres del recién nacido, muy pequeños; el tren eléctrico, el espejo para simular el lago donde nadan algunos paticos, el avión donde va Poncio, el piloto. No recuerdo qué razones adujo el papa Ratzinger para eliminar al buey del pesebre. ¡Acaso estuvo presente cuando nació el carajito! Pero si me tocara hacer un nacimiento, señor Papa, pongo la mula, el buey y un retrato suyo para que se sepa que Ud. estuvo allí.

En la hora actual del fracaso bolivariano responsable de la diáspora y de la inflación, pensar en el tradicional arbolito de Navidad es asunto de ociosos porque o compramos el pino, hacemos las hallacas o nos dedicamos a buscar harina PAN para la masa. El dinero de los aguinaldos alcanza con dificultad para comprarla. En los barrios corre la voz de que las bolas que adornan el pino son caras; por lo que habrá que pedírselas a los militares que no usan las suyas.

Mi hermana Liliam murió en diciembre y yo nací en enero del mismo año, de modo que no llegué a conocerla. Ella se casó con Rodolfo Gerbes (yo me llamo Rodolfo por él) un ingeniero alemán que un día vio pasar a Liliam y se ancló en lo que le pareció la chica más bella del mundo. Ella murió muy joven, de tuberculosis, después de darle dos hijos varones. Este hombre, parco, alto, de ojos azules regresó una tarde con un pino enorme que nunca se supo dónde lo fue a buscar. Lo instaló, no en el patio de adentro, que era el que daba a la cocina, sino en el patio principal. Se hizo traer desde Alemania los adornos, bolitas multicolores, cintas, luces. Y armó lo que estoy por considerar el primer arbolito de Navidad que se conoció en Caracas. Nunca lo vi porque entonces yo era un bebé. La gente pedía permiso para entrar en la casa y admirar aquel prodigio. Lo mismo sucedió con la Frigidaire que era el nombre con el que se designaba la nevera. Al parecer, la nuestra fue una de las primeras que se instaló en Caracas y también la gente pedía permiso para asombrarse cuando al abrirla veían alimentos que parecían exhalar un humo helado.

El pino comenzó a destronar el pesebre o Nacimiento pero no imaginó que iba a toparse con la tenacidad bolchevique y el fervor bolivariano de Belén San Juan la directora del colegio donde, para mi propia satisfacción ñángara de entonces, estudiaron mis hijos varones. La educadora impuso que en lugar del tradicional arbolito, símbolo de un imperialismo venenoso e invasor, fuese una rama seca con hojas de papel crepé de color amarillo que simularan el araguaney, nuestra verdadera alma vegetal. Los niños, más modernos y actualizados, se burlaban y veían desconcertados aquella ridícula alusión autóctona mientras esperaban que se detuviera junto a la ventana la nave espacial que los llevaría a alguna galaxia enfrascada en una guerra de alta tecnología.

Odio la alegría convencional y los buenos deseos que se imponen por decreto o por tradición. Las Navidades, para cantar villancicos, desear paz y amor, comprensión y bondad. La Semana Santa, para el recogimiento, no pecar más, rezar y lavar los pies a los afligidos. El Carnaval, para desatar la alegría y el desenfreno de vivir alocadamente aunque sea solo por dos o tres días. ¡Pero no es así! La violencia política, la rigidez militar, la voracidad de la corrupción y el saqueo de los dineros públicos, el hambre y los rebusques en las basuras, el éxodo, el crimen y su impunidad han contaminado los pesebres, el arbolito y los buenos deseos de paz y amor que cantan los villancicos; y han contaminado también la máscara, la decretada alegría del Carnaval y el Santo Sepulcro de las devociones.

Me crisparía ver a un soldado vestido de Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como se quiera llamar al gordo que reparte juguetes montado en un trineo, porque en alguna parte debe tener oculta un arma y su mirada no evidencia amor sino odio a la vida civil. Prefiero a la Befana, la bruja que trae los regalos en Roma.

No son hallacas ni paz ni amor lo que me espera en la esquina de mi casa sino el malandro, el guardia nacional, el paramilitar disfrazado de sujeto violento o el patriota cooperante que van a matarme, que van a destrozar mi vida tal como descuartizaron la alegría de vivir de un muchacho manifestante armado solo de un violín.

Sin embargo, hay una alegría navideña en Miraflores, en el Ministerio de la Defensa, en lo que queda de Pdvsa y en los cuarteles y mansiones enchufadas. De seguro, el arbolito estará allí desterrado y en su lugar gloriosamente instalado luzca el araguaney de palo seco y hojas de papel crepé que fue motivo de burla en el colegio donde estudiaron mis hijos cuando yo era un ñángara sin remisión pero que aceptaba a Santa y ayudaba a engalanar el arbolito de Navidad con bolitas que no eran propiamente de militares.


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