A una semana del 15 de octubre, abundan de nuevo las acusaciones entre unos y otros queriendo dar “razones” por las cuales se perdieron las tan cacareadas 23 gobernaciones que se obtendrían si se lograba una votación por encima de 60%. Pero la votación superó el 60%, según cifras oficiales fue de 61,14%.

Se ataca inclementemente a quienes se abstuvieron, como si ellos tuviesen la responsabilidad de ese resultado. Se comparan cifras que lejos de “justificar” los ataques, más bien muestran que la abstención disminuyó en algunos casos. Se habla de las reubicaciones, de los obstáculos para la votación, de la falta de capacidad para comprobar si alguien había votado más de una vez, y, por último, salen a relucir la ausencia de actas y de testigos. Hablemos claro, hubo un fraude. Y ese se comete desde distintas aristas; no solo es reubicar, es todo el proceso. Luego, no puede achacarse el resultado a quienes se abstuvieron. Era un fraude cantado con bastante anterioridad.

Lo más grave de esto es que en la ciudadanía reina un total desencanto, producido por la incoherencia política.

¿Cuándo se habla de incoherencia? Según el Diccionario de la Lengua Española, incoherencia significa: “Cosa que carece de la debida relación lógica con otra”, y ser incoherente en política es no proceder de manera consecuente con el discurso. Es expresar algo y llevar a cabo algo totalmente distinto, acarreando como ineluctable consecuencia la pérdida de la confianza de la ciudadanía. A su vez, esta desconfianza se traduce en un profundo desinterés en lo que concierne a la política y los dirigentes.

¿Qué ha venido sucediendo después del 16 de julio? Al tropezarnos con esa incoherencia, ver que lo votado por millones de ciudadanos se dejó en el olvido y se enrumbó todo a unas elecciones regionales, en lugar de hablar de un itinerario claro, con un objetivo preciso y que no se estaban dejando de lado los acuerdos del plebiscito, hicieron gala de impericia política y de falta de transparencia en comunicar sus líneas de acción.

Era de esperar que empezara el discurso que tanto daño ha hecho al país sobre la antipolítica. Proliferaron los mensajes en los que se descalificaron a casi todos los actuales dirigentes de los diferentes partidos y la apatía, como la desconfianza y la ira, se apoderaron de un alto porcentaje de la población.

Como si fuera poco, antes de saber los resultados oficiales, los representantes opositores mostraban unas caras eufóricas, radiantes ante las cámaras de los medios de comunicación; unas horas más tarde, sus caras eran de perplejidad, ni siquiera de molestia ante el fraude o de ira ante la burla. Las declaraciones posteriores fueron aún más decepcionantes, a excepción de Andrés Velásquez.

La pérdida de credibilidad no solo es hacia el oficialismo; ahora, para agravar la precaria situación del país, esa carencia de credibilidad es también hacia los actuales dirigentes opositores.

Es hora de una rendición de cuentas, les guste o no. Recomiendo a los políticos que lean On Liberty de John Stuart Mill (texto cuya aparición es de 1816), quien hace una estupenda defensa de la libertad de expresión y, sobre todo, del derecho del ciudadano de estar informado sobre todo aquello concerniente a la vida política y gubernamental; en otras palabras, que haya transparencia en la gestión pública. Hay mucha literatura y buena sobre este aspecto.

No estamos transitando el siglo del poder absoluto, cuando se aducía la razón de Estado como un ámbito reservado al que el pueblo no debía tener acceso; allí, en ese claustro de la razón de Estado, se decidían las acciones que permitirían la prolongación del rey en el poder; este modo de actuar, este secretismo condujo a muchas guerras cruentas y cuyos motivos fueron desconocidos por la población. Recordemos que no es lo mismo monarquía absoluta, en la que todo el poder estaba aglutinado en el rey, que un gobierno totalitario en el que el poder se concentra en el Estado como organización, y es un Estado subyugado y operado en todas sus formas por un supuesto partido político; por su parte, este partido impone a la ciudadanía su credo, claramente puntualizado y que domina todas las esferas de la vida pública.

No creo necesario enfatizar que los gobiernos totalitarios del pasado siglo XX, así como los de estos años del siglo XXI, recurren nuevamente al empleo de la razón de Estado como forma de la actuación política sin reserva alguna; no hay que dar información a la población y de manera cínica se sienten exentos de rendir cuentas. Si se necesitan prototipos, pensemos en el nazismo alemán y en el fascismo italiano, ejemplos, por lo demás, tremendamente claros y descriptivos de lo que venimos hablando.

De ese modo han querido conducir la política en Venezuela; se llama a luchar a una ciudadanía sin darle razones, sin transparencia y, luego, ni siquiera asumen la responsabilidad que les compete para realizar una verdadera rendición de cuentas y recuento de daños.


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