Es difícil escribir con frecuencia sin ser repetitivo. Tanto se escribe y se dice sobre la tragedia humana que estamos sufriendo que empezamos a notar una cierta tendencia a la resignación indignada. Hay la convicción de que esta dictadura carece de arrepentimiento, de dolor de corazón y tampoco tiene propósito de enmienda. En consecuencia, no puede ser absuelta, ni perdonados sus pecados mortales de acuerdo a nuestras convicciones religiosas. El país lo tiene claro. El mundo también.

Esa resignación que señalamos no es definitiva. La rabia crece más allá del temor que generan los anuncios descabellados y la represión física y judicial contra la resistencia. La gente trata de sobrevivir como puede, pero con la creciente esperanza de que se produzca un cambio radical que provoque confianza en las instituciones y la suficiente dosis de seguridad y confianza que permita vivir en paz y progreso.

El ciudadano común de Venezuela está convencido de que el régimen no resolverá ningún problema porque, en definitiva, se ha convertido en el problema mayor que debemos resolver. La idea no es de tolerancia con el mal, mucho menos convivir de manera oportunista con los protagonistas de la tragedia. Es la hora de apelar a nuestras mayores y mejores reservas humanas en todos los campos, dentro o fuera del país. Tenemos con qué y sabemos lo que hay que hacer para revertir hacia lo positivo las enormes tendencias negativas del presente. La recuperación será difícil, pero no imposible y el proceso puede ser, incluso, menor de lo que desprevenidamente pronostican algunos. Pero con el objetivo claro, las acciones tienen que dirigirse con urgencia hacia las metas específicas que están planteadas.

Más allá de los dramas existenciales conocidos que sufre la población, con los últimos anuncios hechos por la dictadura sobre sueldos y salarios, pensiones y compensaciones, devaluación aparatosa de un “bolívar que debe estarse revolcando en la tumba y deseando que le quiten el nombre a lo que queda de nuestra moneda y tratando de analizar el penoso espectáculo de pensionados y jubilados, de trabajadores en todas las áreas públicas y privadas, así como la creciente incertidumbre de todos pobres y ricos sobre cuanto sucede, he pensado mucho en los bancos e instituciones financieras del país. La dictadura pretende responsabilizarlos junto a productores, industriales y comerciantes como medio de justificar sus ideologizados disparates y sembrar odio y resentimiento contra quienes también son víctimas de la barbarie más escandalosa de la historia contemporánea.

La banca, el sector financiero en general, atraviesa su más dramático momento. Tiende a desaparecer al perder su autonomía por las intervenciones regulatorias y de control que parecieran dirigidas a hacerlo desaparecer. La dictadura piensa, directa o indirectamente, apoderarse de toda la banca privada como lo han hecho en casi todos los sectores del país nacional. Sufre tanto como sus clientes. Es hora. No hay más tiempo que perder.

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