“La historia no es algo que ya pasó y, sobre todo, que ya les pasó a hombres notables y célebres. Es mucho más. Es lo que le sucede al pueblo común y corriente todos los días, desde que se levanta lleno de ilusiones hasta que cae rendido en la noche sin esperanzas. No se necesitan documentos acartonados y descoloridos por el tiempo para convertir un hecho en histórico; la historia no se refugia en las notarías ni en los juzgados, ni siquiera en los periódicos. La historia es una voz llena de timbres y de acentos de gente anónima”. (Molano del Llano 119). Sebastián Gauta.

El concepto de pueblo es susceptible a diversos significados. Polisémico ciertamente, pero Ludwig Wittgenstein nos ayuda al precisar que las palabras adquieren el sentido de la época, del lugar, del interlocutor que las usa. Viene entonces a nuestra memoria el giro que conoce Maquiavelo como pensador y sus aportes a la sociología y a la ciencia política, después del abordaje correctivo que le acuerdan Skinner y Pocock y en general la propuesta metodológica de la Escuela de Cambridge. El genio del renacimiento se va formando desde la antigüedad, se va ovillando, reuniendo, decantando hasta que estalla deslumbrante. De allí que sincronizar el uso del vocablo, en el tiempo, espacio y entorno cultural sea un asunto complejo pero indispensable.

En la Venezuela de hoy en día hay que preguntarse, sin embargo, sobre el pueblo y su rostro, su perfil, su carácter, sus valores, creencias, sentimientos y convicciones. Es clave, pienso, porque el momento político se exhibe como un alfil en la diagonal de la historia que, por cierto, entendemos en una dinámica de pasado, presente y futuro. Traeré desde el pensamiento de Rancière lo que nos propone para detectar ese momento político y “…arriba, cuando la temporalidad del consenso se interrumpe, cuando una fuerza es capaz de actualizar la imaginación de la comunidad comprometida y de oponerle otra configuración de los términos que relacionan a cada uno y a todos”.

La política o lo político se demandan como ideas diferenciables, aunque conectadas. Siguiendo con Rancière, recordaremos que la política supone para el francés una energía transformadora, un proceso turbulento necesariamente, por cuanto su esencia es el disenso. Emerge cuestionadora, un instante iconoclasta, un episodio en el espacio público que revisa la convención social e institucional. Una suerte de genio constituyente modelador, reconocería Sieyès. La política, pues, irrumpe para interrumpir, detener un curso de gobierno, es contingencia, catástrofe.

Rancière postula distintas conclusiones sobre la base de replantearse la sociedad y las relaciones entre sus actores conforme a cualidades y funciones que se combinan. El pueblo es nada, pero puede devenir todo en el momento político. Rancière rompe con la referencia histórica para descubrir, no sin evidencia fidedigna, que el modelado social depende de los oligoi y de los aristoi y la masa, la multitud es ese pueblo de discurso igualitario de iguales que no son capaces sino de dividir y turbar la regularidad institucional.

Complejo y a ratos aporético, Rancière nos inocula de un virus que problematiza para comprender la siempre inextricable secuencia que el testigo de la historia, eventualmente actor también, confiesa cuando cree leer el mapa del poder, el laberinto de la decisión política que reserva a menudo sorpresas para el establecimiento delegatario y delegado de la decisión del poder.

El pueblo de Venezuela fue convencido por el demagogo difunto de que encarna el poder y en el ejercicio perdió la soberanía, delegó su intensidad y vacilante aparece como una marioneta en el teatro ideologizado. Siente, sin embargo, que como diría Orwell, terminan por ser más iguales que los otros iguales y asume un papel de depredador depredado. Debe reaccionar para recuperarse de la enajenación. Debe saltar y ensayar un exorcismo que lo reencuentre, ¡vade retro chavismo!

La lógica del arkhé presiona cínica una centrífuga que desfigura a unos iguales en provecho de otros, aparentemente, pero el ejercicio de su policía, entiéndase de su gobierno, no tiene aliento sustentable. Manipula simulando ser al mismo tiempo el poder que es y aquel otro que administra la legitimidad protestando, saqueando, contaminando.

El pueblo venezolano vive la hora de la insolencia, del tumulto, de la irracional racionalidad de una conciencia que fractura la estructura del arkhé, pero no asume una condición revolucionaria. Anda buscando su momento político que no es otra cosa que cambiar a ese seudopoder ideologizado que no se sostiene sino por la violencia, pero haciéndolo, como nos enseña Arendt, muestra que perdió el poder. No es capaz de convencer ni de concertar. Por eso, cabe intentar sincronizarnos en la nación que somos todos, para lo cual democracia y soberanía se llaman deliberación ciudadana.

Ese pueblo inmortal prueba la muerte a cada rato, en la pobreza brutal al que es sometido, en la mengua de sus enfermos, en la diáspora que lo vacía y mutila, en la tristeza que lo aflige, en la resignación cobarde, en la desesperanza, en el asesinato no solo de Oscar Pérez sino de la construcción republicana. Debe volver de la muerte para vivir.

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