La pobreza de espíritu es el resultado del desgarramiento absoluto de lo que se dice y de lo que se hace. Decía Spinoza que el orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas. Pero cuando se genera una ruptura –precisamente, un desgarramiento, una escisión– recíproca de los términos de esta adecuación o, lo que es igual, cuando se pone objetiva y explícitamente de manifiesto la inadequatio existente de lo uno y de lo otro, el resultado es la pérdida de la más importante de todas las riquezas: la del espíritu, sin la cual no es posible la prosperidad material de una sociedad. Y, sin embargo, el mismo desgarramiento que produce la pobreza espiritual se transforma en el manantial –y, más allá de la metáfora, en la determinación esencial– de donde brota la necesidad de su superación. Cuando los términos constitutivos de esta relación unitiva se cristalizan y separan, perdiendo con ello su capacidad de adecuarse, de relacionarse recíprocamente, surge la necesidad de pensar en sentido estricto, enfático. Y, con el pensar, deviene el abandono de las ilusiones, de las falsas expectativas, de las esperanzas infundadas, de las consignas vacías –“el tiempo de Dios es perfecto”–, de la ganga populista, para dar paso al proceso de reconstrucción que haga posible el resurgimiento de la unidad, la recuperación del orden y la conexión de las ideas y las cosas, de la decencia, la prosperidad, la justicia, la paz y la libertad. Pero no como simples deseos, sino como elementos fundamentales de una nueva realidad histórica, concreta.

Resultado de su “orden y conexión” con las cosas, las ideas son mucho más indispensables de lo que piensa la actual dirigencia política, más pendiente de “los números”, de los “jingles”, de las salas situacionales o de las encuestas que de la construcción de una auténtica reforma moral e intelectual orgánica, que sea capaz de construir una nueva formación social y cultural, un nuevo país, un país no nominal, no de formas vaciadas de todo contenido, sino sustentado en un efectivo, realista, proyecto de vida, en armonía y desarrollo continuo. No sin razón, observaba Marx que “las ideas se convierten en poder material tan pronto como se apoderan de las masas”. Nothing with the sun, dice Sting, nada como la luz de la verdad presente en las ideas, cuando estas son –al decir de Descartes– “claras y distintas”. En política, y hay que repetirlo hasta la saciedad, decir la verdad es una cuestión absolutamente necesaria. Hay partidos políticos “históricos”, de amplia tradición y arraigo popular, que se desvanecen en el aire, como si nunca hubiesen existido, desde el momento en el cual se traicionan a sí mismos, toda vez que, alevosa y premeditadamente, llegan a tomar la decisión de emprender la ruta –ese “largo trecho”– entre lo que se dice y lo que se hace, asumiendo la ideología del populismo. Y, una vez abierto el abismo, víctimas de su propio desgarramiento, desaparecen no solo del recuerdo de las grandes mayorías depauperadas, sino también de la historia del mundo.

Las ficciones creadas por el populismo son similares al instantáneo destello nocturno de los fuegos artificiales. Una vez que culmina la ilusión producida por el atractivo espectáculo en cuestión, lleno de colores, estruendos y entusiasmos, viene la oscuridad y se pone de manifiesto la penumbra del amargo desengaño. A la sombra de la duplicación de las imágenes, en medio de las “misiones” de un grotesco fracaso, de los “dakazos” de toda naturaleza o de los inorgánicos aumentos salariales, la euforia de las distorsiones reflexivas, sin tener la menor conciencia de ello, deviene tristeza y miedo, oposición absoluta, pérdida del orden y la conexión exigido por Spinoza, necesario para conquistar el contento del bien supremo: la libertad. Estado de esquizofrenia –mal radical– en el que la palabra, prostituida e impotente, ya no nombra y nada significa, ni en sí misma ni para la realidad. Flatus vocis, en el imaginario de una vida que ya no es vida. La palabra se tuerce en su contrario: “Ni un paso atrás” quiere decir todos los pasos del mundo atrás; “mantener viva la protesta de calle” traduce entregarla; “no hay diálogo ni acuerdos posibles” significa haber firmado la inminente rendición; “no nos juramentaremos” es bajar la cerviz, doblarse y entregar lo poco de dignidad que en algún momento se pudo haber tenido. En fin, del dicho al hecho, la palabra va perdiendo toda consistencia a medida que la realidad se escapa como el agua entre los dedos. Quizá sean duros los términos de Benito Juárez, pero son auténticos: “Malditos aquellos que con sus palabras defienden al pueblo, y con sus hechos lo traicionan”.

Leónidas, rey de los espartanos, recibió las amenazas de Jerges, el poderoso “dios-Rey” de los persas, a través de su emisario. El mensaje era –como gustan decir los actuales cultores de la jerga política– “muy claro”: podía seguir gobernando Esparta, siempre y cuando se sometiera e inclinara ante él. Pero, como dice Hegel, un republicano libre, en pro de su patria, que dedica a ella su vida, no solo no exige indemnizaciones o desquites, porque solo trabaja por las ideas, solo por la libertad. Prefiere entregar su vida si es necesario antes que inclinarse ante un déspota, sea del signo y la dirección que sea. Cuestión de dignidad. Decía Churchill que “quien se arrodilla para conseguir la paz se queda con la humillación y con la guerra”. Leónidas, acompañado de 300 espartanos, enfrentó, en las Termópilas, la invasión del poderoso ejército persa, formado por unos 100.000 soldados. A la larga, su lucha hasta la muerte impidió el avance del Imperio oriental contra el futuro de Occidente. De hecho, puede afirmarse que la cultura occidental debe a Leónidas, y a sus valientes espartanos, su existencia.

La dignidad, como dice Hegel, no se puede negociar: “Solo un pueblo en estado de avanzada corrupción –de profunda pobreza espiritual– es capaz de convertir la obediencia ciega a los caprichos malvados de hombres abyectos. Solo un largo período de opresión, el olvido total de un estado mejor, puede llevar a un pueblo hasta ese extremo. Abandonado por sí mismo y por todos los dioses, un pueblo así necesita señales y milagros, garantías de que tendrá una vida futura, puesto que ya no tiene fe en sí mismo”. Hacer coincidir lo que se dice con lo que se hace y lo que se hace con lo que se dice es premisa de factura sustancial para poder comprender la barbarie y superarla.


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