El liberalismo es la asignatura pendiente de América Latina desde sus tiempos fundacionales. Que acompañada del caudillismo autocrático y militarista propiciado desde tiempos fundacionales por quienes han sido y siguen siendo objetos de culto ha hincado sus raíces en la esencia latinoamericana. “La devoción”, ha sostenido el hispanista francés Jacques Lafaye, “ha estado mucho más arraigada que la razón en América Latina”. Es la hora de apostar por la razón. Sobre todo ahora, cuando los signos nos son tan favorables.

“Es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba”.

Carlos Franqui, Cuba, Mito o realidad.

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“Es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba” escribió Carlos Franqui, en su libro Cuba, Mito o realidad. No solo Cuba: ningún otro acontecimiento ha afectado de manera tan profunda e irreversible a América Latina, desde las trágicas y sangrientas guerras civiles de la Independencia hasta hoy, que la revolución cubana. A cuarenta años de distancia de la revolución rusa y el desquiciamiento de Europa Central, que dieran pie a la reacción hitleriana y la guerra civil del nazismo que culminara en la más devastadora guerra de la historia de la humanidad, vino a golpear en el corazón de una región que tuviera entonces la inmensa fortuna de no verse afectada de manera directa por la Segunda Guerra Mundial. La guerra de guerrillas dirigida por Fidel Castro y Ernesto Guevara desde la Sierra Maestra durante la segunda mitad de los años cincuenta no solo desquició a la isla, sino a todo el Caribe, que sigue desquiciado desde entonces, como lo demuestra la crisis humanitaria que asentara en Venezuela y se niega a ser superada al costo de la mayor devastación que sufriera nación alguna en estos cinco siglos de historia. Como también al resto del continente. Que ha debido pagar con sangre y sufrimientos de varias generaciones, durante más de medio siglo, el influjo del injerencismo castrista. Logrando lo que ni siquiera lograron Bolívar y su telúrico movimiento emancipador al comienzo de la historia republicana de la región: trastocar la historia de Cuba, último baluarte de la corona española hasta que fuera independizada a comienzos del siglo XX por las cañoneras norteamericanas, y desquiciar al Brasil, que sufre, ahora mismo y en las figuras de Lula y Dilma Rousseff, de sus postreros coletazos. Pues Lula y Dilma son tan inventos de Fidel Castro y del castro-comunismo como lo fueran Salvador Allende y Pepe Mujica, Hugo Chávez y Daniel Ortega, Evo Morales, Ollanta Humala, Rafael Correa, Néstor y Cristina Kirchner. Si bien algunos de ellos, como Salvador Allende, surgieron mucho antes del seno de sus partidos populares, es cierto, pero todos ellos, influenciados, reforzados, respaldados, acuciados y financiados en sus gestiones por la ideología, el dinero, las armas y los hombres de la revolución cubana. Incluso Juan Manuel Santos, Michelle Bachelet y José Miguel Insulza, sus más edulcorados, travestidos y no por ello menos destructivos compañeros de ruta. Sin contar la letal influencia aniquilante y desintegradora de la Internacional Comunista Latinoamericana que Fidel Castro fundara en 1990 junto a Lula da Silva quien, ya con ese antecedente, desmiente cualquier asomo de inocencia: el Foro de Sao Paulo. No se explican la supervivencia de las FARC ni del ELN, con su medio siglo de guerras, atentados, secuestros y acosos al Estado de Derecho colombiano; los Montoneros argentinos y los Tupamaros uruguayos; el MIR de Venezuela y el MIR chileno; y la retahíla de desastres que han asolado la región y se han llevado por delante a millares de víctimas, atroces dictaduras y espantosas violaciones de los derechos humanos sin la omnímoda, autocrática y turbulenta injerencia de Fidel Castro. Parafraseando a Carlos Franqui, que fuera tan leal a la revolución democrática y liberal cubana como la inmensa mayoría de los cubanos, que juraban estar defendiendo su proyecto liberal republicano de las garras de la dictadura de Batista, como Huber Matos y los miles de combatientes antibatistianos fusilados, encarcelados o desterrados luego del violento y sanguinario asalto al poder por los hermanos Castro, sus usurpadores: es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de América Latina.

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Es una doble tragedia para Venezuela, que fuera arrancada de los brazos del castro-comunismo al borde de quemarse en la hoguera de los mismos fuegos. Si entonces no cayó en las garras de la ciclópea ambición de los hijos del gallego Ángel Castro, se debió a la influencia rectora de uno de los más grandes políticos latinoamericanos de toda su historia: Rómulo Betancourt. Que contrariando incluso la voluntad desquiciada de los sectores revolucionarios de su propio partido, Acción Democrática, lograra imponer la democracia y sentar las bases del más acabado liberalismo social de mercado, facilitado en el caso de Venezuela por sus ingentes recursos petroleros. Durante todos esos años, desde el 23 de enero de 1958 hasta el 6 de diciembre de 1998, Venezuela fue el único bastión capaz de oponerle un cortafuegos cívico y constitucionalista al castrismo, tanto como a las dictaduras militares que castigaran los intentos injerencistas cubanos en los países del llamado Cono Sur. Una democracia social próspera, justa y solidaria, que sirviera de faro a los delirios extremistas de la región. Y de refugio a los perseguidos políticos que, en un oprobioso giro, le volvieran la espalda cuando terminara por caer también en las garras del castrismo terminal. El que salvando a Cuba de la debacle final y poniendo a su disposición los fabulosos recursos petroleros, lograra empujar al poder a las izquierdas castristas latinoamericanas.

La debacle de la democracia venezolana y el naufragio que ha sufrido su sociedad cayendo en los abismos del castro-comunismo debieran ser materia de estudio y reflexión en el seno de las élites políticas de la región. Pues si bien en su caso confluyeron un conjunto de factores específicamente venezolanos, que culminaran en la ominosa traición de sus élites académicas, políticas y empresariales y la aberrante renuncia de sus fuerzas armadas a obedecer los imperativos constitucionales, seducida su alta oficialidad por la corrupción a destajo y los inagotables recursos financieros que el castro-chavismo pusiera en sus manos, no es menos cierto que en el trasfondo de su caso, como en el de toda la región, el populismo, el rentismo mercantil y clientelar de las clases dominantes, la estatolatría y el menosprecio a los valores de la libertad, el emprendimiento, el individualismo y el derecho a la propiedad privada dominan por sobre todos los valores que sirven de sustento a las democracias. Como lo he señalado en otras ocasiones, el liberalismo es la asignatura pendiente de América Latina desde sus tiempos fundacionales. Que acompañados del caudillismo autocrático y militarista propiciados por quienes han sido y siguen siendo objetos de culto ha hincado sus raíces en la esencia latinoamericana. “La devoción”, ha sostenido el hispanista francés Jacques Lafaye, “ha estado mucho más arraigada que la razón en América Latina”. Es la hora de apostar por la razón. Sobre todo ahora, cuando los signos nos son tan favorables. Es la hora de la libertad.


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